Según la Cartilla histórica de Costa Rica, de Ricardo Fernández Guardia, en mayo de 1886 tomó posesión de la presidencia Bernardo Soto Alfaro, cuya administración se caracterizó por sus tendencias liberales y progresistas.
Quizás por esa razón el 30 de julio de 1888 se promulgó el Decreto LXV, cuyo artículo 1.° declara inalienable un terreno de dos kilómetros de ancho “a uno y otro lado de la cima de la montaña conocida con el nombre de Montaña del Volcán de Barba (sic), desde el cerro llamado el Zurquí hasta el que se conoce con el nombre de Concordia, ya sea dicha zona de propiedad nacional o municipal”.
Parece mentira que hace 135 años, con conocimientos mínimos de cartografía, y mucho menos de hidrogeología, se legislara para declarar de utilidad pública la conservación de las montañas en las que tienen origen los arroyos y manantiales que abastecen de agua la provincia de Heredia y una parte de Alajuela, y, como ahora sabemos, de un área que es buena parte de la zona de recarga de los acuíferos de Barva y Colima.
Cincuenta y cuatro años después, en 1942, durante la administración Calderón Guardia, se promulgó la Ley 276, conocida como Ley de Aguas, cuyo artículo 31 declara reserva de dominio a favor del Estado un perímetro no menor de 200 metros de radio, es decir, una superficie de 12,56 hectáreas, a partir de las llamadas “nacientes” cuando el uso del agua es para fines de abastecimiento poblacional.
Sin duda, para el conocimiento científico de la época, ambas leyes fueron visionarias, pues anteponen el interés público del agua para consumo humano a cualquier interés privado de desarrollo en esos sitios de protección.
Posteriormente, en 1996, más de cinco décadas después de la Ley de Aguas, en una Costa Rica que ya había superado los “bastones y los péndulos” que usaba el padre Eustaquio para identificar los mejores sitios para perforación de pozos, y dado el conocimiento y mapeo hidrogeológico, se aprobó la Ley Forestal, número 7575.
El artículo 33 de esa norma otorga protección forestal a las áreas que bordean nacientes permanentes, definidas en un radio de cien metros, medidos de modo horizontal. Se ha interpretado como prohibición de segregaciones y construcciones para viviendas en 3,14 hectáreas, aunque el texto solo menciona la tala y la agricultura.
En 1888 y 1942, los legisladores fueron sabios en la demarcación, dada la carencia de instrumentos, información y estudios para decidirlo mejor, pero, aun así, tomaron medidas que aplaudimos hoy.
Sin embargo, lo sucedido con la Ley Forestal de 1996 es inadmisible, pues ya el conocimiento hidrogeológico incluía los estudios de tubo de flujo, los métodos para analizar vulnerabilidad, la georreferenciación, en fin, un conocimiento muy amplio para tomar decisiones acertadas, coherentes y razonables.
No cabe duda, a pesar de toda la buena intención con que se definieron las zonas de protección, en la Ley de Aguas y principalmente en la Ley Forestal, que resultan hoy un absurdo técnico-científico de la realidad.
Particularmente, la aplicación del artículo 33 de la Ley 7575 a una porción de “protección forestal” con un anillo de 100 metros de radio y la definición de terrenos clasificados como de alta o media vulnerabilidad a la contaminación se constituyen en normas arbitrarias y desconocen la claridad que permiten en este momento la ciencia y la técnica.
Otro elemento cuestionable del artículo 33 es el concepto de “nacientes permanentes”, un criterio de la Dirección de Agua del Minae, a la que le corresponde decidir la existencia de un cuerpo de agua natural y su estacionalidad, es decir, el carácter de permanente o intermitente del afloramiento, criterio que puede suscitar una restricción de uso.
Las zonas de protección de “nacientes” son independientes de su caudal. Da lo mismo que sea una gota por minuto o las cataratas del Niágara, la protección es la misma, lo cual es absurdo.
Llegó la hora de armonizar el desarrollo y el ambiente con medidas razonables y racionales, donde la ciencia y la técnica sirvan para tomar decisiones, como lo plantea la Sala Constitucional, y se dejen de lado anillos de radio fijos, carentes de fundamento y privativos de derechos de los vecinos sobre sus terrenos.
Durante años hemos esperado una ley de recurso hídrico que duerme el sueño de los justos en la Asamblea Legislativa. Mientras tanto, cientos de familias se ven imposibilitadas de su derecho a la propiedad por artículos como el 33.
El Decreto LXV de 1888 autoriza al Poder Ejecutivo para aumentar o disminuir la extensión de la zona si, después de practicado el reconocimiento por medio de una comisión científica, juzga conveniente modificarla en el sentido que la comisión indique. Una vez más la sabiduría de nuestros abuelos quedó en evidencia: la ciencia y la técnica decidiendo.
Nuestra posición no es confrontativa, proponemos una modificación de la legislación, principalmente del artículo 33 de la Ley Forestal, que preserve el espíritu de protección y dé oportunidad a la ciencia y la técnica para decidir mejor.
William Murillo Montero es ingeniero civil y Roberto Protti Quesada, hidrogeólogo.