Centroamérica atraviesa su peor crisis en las últimas tres décadas. La pandemia agudizó las enormes asimetrías que ya existían entre poblaciones y territorios de la región. Exclusión social, autoritarismo, violencia, narcotráfico, crisis climática y empeoramiento de las condiciones de vida siguen forzando a cientos de miles de personas a migrar, mientras los gobernantes concentran su poder y desmantelan la poca institucionalidad democrática que queda en el Istmo.
Pensar que otra Centroamérica es posible parece utópico; sin embargo, de la historia reciente podemos aprender que aún hay esperanza. En la década de los ochenta hubo una crisis mucho más compleja: guerras civiles, desplazamiento de poblaciones enteras, masacres perpetradas por el Estado y, cuando menos, 100.000 vidas perdidas producto de los conflictos armados en plena Guerra Fría, cuando las superpotencias se disputaban la hegemonía mundial en nuestro pequeño territorio.
A pesar de tan sangriento escenario, fue posible alcanzar una salida para la región. El proceso cristalizado en la firma de los Acuerdos de Esquipulas y los sucesivos acuerdos de paz en Nicaragua, El Salvador y Guatemala son un ejemplo cuyos aprendizajes deberíamos retomar. Diálogo político regional del más alto nivel, pese a las diferencias ideológicas, respaldo político y financiero de la comunidad internacional, mecanismos de verificación claramente establecidos y un abordaje de las causas estructurales que originan los conflictos son algunos de ellos.
Hoy el objetivo no parece ser la paz, sino un desafío permanente en la mayoría de los países a lo largo de estos 200 años de independencia: el establecimiento de verdaderos Estados democráticos de derecho.
Requerimos una institucionalidad suficientemente robusta para satisfacer las innumerables deudas con la población centroamericana en materia de derechos humanos y oportunidades básicas para alcanzar una vida digna. Una institucionalidad capaz de resistir las actuales y futuras tentaciones autoritarias.
¿Qué falta para lograrlo? Muchísimo, pero ya existe una base sobre la cual partir. La iniciativa recientemente lanzada por Costa Rica, Panamá y República Dominicana —Alianza para el Fortalecimiento de la Institucionalidad Democrática—, a la que podría sumarse el próximo gobierno hondureño de Xiomara Castro, es una plataforma con potencial para liderar un proceso de diálogo y negociación política que se proponga alcanzar un acuerdo regional de las dimensiones de Esquipulas II.
Estos países, respaldados por la comunidad internacional (resto de América Latina, Estados Unidos, Canadá y Europa), podrían presionar a los autócratas centroamericanos para que se comprometan a realizar concesiones internas tendentes al fortalecimiento de la institucionalidad democrática a cambio de incentivos puntuales.
El restablecimiento de comisiones internacionales contra la impunidad y la corrupción en Guatemala, Honduras y El Salvador, así como la negociación de una hoja de ruta para la recuperación progresiva de la democracia en Nicaragua serían concesiones internas a las que se podría aspirar.
Estados Unidos y la Unión Europea podrían condicionar sus recursos de cooperación internacional a un acuerdo regional en esa dirección.
Esta podría ser una solución a cómo enfocar el llamado plan Biden para Centroamérica, de lo contrario, los $4.000 millones no van a cambiar la realidad, como advierte Iván Velásquez. “No se debe conceder ayuda económica si no hay un compromiso de los países por respetar el Estado de derecho y el fortalecimiento de la democracia”, dice el exjefe de la desmantelada Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala.
En fin, lo importante es intentar algo. La inacción solo nos paraliza. Superar el actual abordaje reactivo y construir una agenda regional proactiva dependerá, en buena medida, del liderazgo de los próximos gobiernos en Honduras y Costa Rica, donde, por cierto, las candidaturas presidenciales siguen sin presentar propuestas robustas de política exterior para la región.
Otra Centroamérica es posible en tanto logremos construir una ruta común hacia la región que merecemos.
El autor es planificador económico y social.