El año comenzó de forma dramática en América Latina, con hechos que evidencian un nuevo salto en la espiral de violencia, principalmente, en Ecuador, el más visible por la forma pública con que actuaron las organizaciones criminales.
El 2023 fue el más violento de la historia ecuatoriana. Ocurrieron más de 7.500 homicidios y se incautaron de unas 220 toneladas de droga. Desde el 2021, los choques entre privados de libertad han dejado más de 460 muertos. Además, los homicidios en las calles entre el 2018 y el 2023 pasaron de 6 a 46 por cada 100.000 habitantes, récord en una nación de 17 millones de habitantes.
Daniel Noboa, quien asumió el cargo de presidente hace un mes y medio, prometió erradicar la violencia mediante el Plan Fénix, una estrategia de seguridad de la que no se han revelado mayores detalles y que, hasta el momento, no frena los actos violentos en su país.
A raíz de la fuga de Adolfo Macías, líder de la banda criminal Los Choneros, reconocido con el alias de Fito, Noboa decretó un estado de excepción y toque de queda para movilizar policías y militares en las calles.
Con esa disposición, se restringen derechos, tales como la libre movilidad, reunión, inviolabilidad de domicilio o de la correspondencia. Además, fue declarado un estatus de conflicto armado interno y se identificó a los grupos del crimen organizado como “terroristas y actores no estatales beligerantes”.
En medio de una situación extrema de violencia y que un mandatario reconozca el crimen organizado como un actor no estatal beligerante, significa dejar de ignorar las capacidades que estos tienen para ejercer la fuerza armada.
Surgen de inmediato, por lo tanto, dudas y preocupaciones en cuanto al papel del Estado frente a la proliferación de grupos delictivos, más allá de la respuesta militarizada que es una facultad legítima, y se tiende a todo tipo de comparaciones con lo que podría ocurrir en Costa Rica frente al mismo fenómeno criminal desbordado, sin ejército y con poco recurso policial.
El mercado criminal del narcotráfico no surgió de forma espontánea, lo acontecido en Ecuador es el resultado de por lo menos veinte años de una transformación lenta en una de las principales plataformas de distribución de narcóticos de la cuenca del Pacífico hacia el mundo.
Se convirtió en un paraíso para bandas de narcotraficantes de México, Colombia, Brasil, Italia, Albania, entre otras. Son grupos de esos países los que ejercen la violencia que hoy mantienen a Ecuador en jaque.
Existen vínculos entre el narcotráfico y la política, con grupos criminales como la banda Los Lobos, que incluso reconocen públicamente haber financiado campañas electorales; también, hay aparentes nexos entre los narcotraficantes y miembros de la justicia y la Armada.
Por otra lado, los reos mandan en las prisiones de Ecuador, gran parte de los conflictos se originan en los centros penitenciarios y de ahí a la sociedad en general.
Más allá de que estos grupos existan y tomen los Estados, la atención debe centrarse en cómo movilizan a tantas personas y por qué la institucionalidad lo permite. Por citar un ejemplo, Los Choneros, una de las bandas de narcotraficantes más poderosas de Ecuador, se calcula que cuenta con 20.000 miembros.
Por lo amplio y multicausal que es el fenómeno, el análisis requiere profundidad, pero basta con verificar cifras sobre homicidios dolosos y porcentajes de crecimiento interanual ligados al narcotráfico para asegurar que la corrupción avanza porque las organizaciones criminales transnacionales que operan tanto en Ecuador como en Costa Rica disponen de los recursos económicos para comprar conciencias y nunca operan solas, siempre con la complicidad institucional.
Puedo asegurar que el dominio de las bandas en las cárceles, las masacres, atentados contra la población civil y extorsiones a funcionarios encargados de impartir justicia son solo el resultado de un Estado cómplice, que durante décadas abrió los espacios para la gobernanza criminal y, frente a ese escenario, nuestro país avanza a pasos agigantados.
Ojalá el desafortunado ejemplo de Ecuador sirva para encender las alarmas y prevenir de forma integral el crimen en la totalidad de sus manifestaciones dentro del territorio costarricense. Tanto Costa Rica como Ecuador eran, hasta hace poco, los países más seguros de Latinoamérica.
La autora es consultora en criminología y seguridad, tiene una especialidad en crimen organizado y redes ilícitas en las Américas por el Centro Hemisférico de Defensa William J. Perry con sede en Washington.