El desarrollo de una nación no se limita a su economía. No es únicamente su producto interno bruto. Una economía próspera es resultado o consecuencia de la cultura de una nación. Y antes permítaseme aclarar algo: cuando me refiero a cultura, no me refiero exclusivamente a la vocación social por las bellas artes o a la tendencia de ciertos ciudadanos a la realización que ofrece el conocimiento universal. A la cultura a la que me refiero es la que representa el código, las pautas y la vocación de consensos sociales en torno a ideales comunes de vida.
Problema esencial. El problema esencial de un pueblo no radica en los problemas materiales que enfrenta, pues un pueblo que resguarda los mejores valores de su cultura es capaz de afrontar cualquier desafío. Por el contrario, un pueblo que abandona el ejercicio de sus más preciados valores culturales o, peor aún, permite que estos sean destruidos, carecerá de la fuerza interior que es indispensable para enfrentar cualquier reto. El problema más grave que puede tener cualquier nación es cuando esa vocación decae. Por ello, la más grande amenaza a una cultura es cuando los pueblos abrazan una ética de mínimos. ¿A qué me refiero con tal expresión? A la tendencia hacia el relajamiento o disipación de los estándares morales.
El resultado de las sociedades que optan por el camino de la disolución de sus estándares y valores es que terminan ubicadas en las antípodas del ideal que pretenden defender, pues se vuelven sociedades altamente hostiles contra quienes abrazan o luchan por una sociedad de sólidos estándares éticos. Al final, se provoca un doble mal. Pretendiendo ser absolutamente tolerantes, no solo terminan siendo sociedades altamente intolerantes, sino, además, con estándares éticos inexistentes o muy bajos. Una cultura tolerante no lo acepta todo, ni adopta una vocación permisiva, pues distingue entre la persona y su conducta. Reconoce que, aunque toda persona tiene una dignidad intrínseca por su condición misma, su conducta puede no ser el ideal cultural que se debe promover.
Parámetros. Ahora bien, la obra política es esencialmente una obra de civilización y de cultura. Por tal razón, para señalar el rumbo, es fundamental comprender los parámetros de la cultura. El primer parámetro es que una sociedad de plena cultura cree en el progreso. Uno de los perniciosos rasgos de los anarquismos y de los actuales posmodernismos es el de su pesimismo vital. Por el contrario, el parámetro básico de la cultura es la fe en que la historia tiene un propósito y sentido. De ahí, la naturaleza profundamente espiritual de la cultura y lo grave que es extirparle tal connotación.
Un segundo parámetro importante se cumple cuando la economía está supeditada a los valores de la cultura. El mercado económico solo funciona correctamente, si este no se afirma como una finalidad en sí mismo, sino como parte de una visión de conjunto en la que la sociedad transita en pos de la satisfacción de las necesidades genuinas del ser humano. En otras palabras, el dinero solo está en función de hacer posibles los procesos de producción. Esa es su finalidad esencial. En una cultura avanzada, el dinero no es un fin en sí mismo. De ahí que los Médicis serán recordados no por ser los magnates que fueron, sino porque pusieron su fortuna al servicio de la cultura.
El tercer parámetro de una cultura nacional plena alude al principio de autoridad. Lo contrario al principio de autoridad es la rebelión y el caos. El anarquismo y el libertarismo son los dos extremos del espectro ideológico que representan la rebelión contra todo principio de autoridad. Sin embargo, el principio de autoridad no solo es amenazado por las conductas dirigidas. El caos no solo es resultado de un ataque sistemático y organizado contra la autoridad. Al igual que puede haber caos derivado del error ideológico y del odio organizado, lo puede haber como engendro de la ignorancia y de la simple expansión del mal. La experiencia haitiana nos ha demostrado que, allí donde hay ignorancia y pobreza cultural, también hallamos caos.
El cuarto parámetro de la cultura es la convicción en la existencia de una escala de valores, a partir del concepto de la verdad. El relativismo reniega del concepto de verdad y, por ende, de cualquier escala de valores. Tal escala debe ser cultivada a partir de la familia, pues ella es el principal hilo conductor y el principal soporte de la cultura. Por eso, Vargas Llosa sostenía que el drama del mundo moderno es el ataque a la familia, en tanto la crisis de esta representa el deterioro de la cultura. Resguardar la escala de valores es fundamental, a efectos de evitar uno de los principales enemigos de la cultura, que, aparte de la ignorancia y el cinismo, es la frivolidad, la cual refleja la inversión de la tabla de valores sociales.
El último gran parámetro de las culturas superiores es el de la libertad. Una cultura plena produce una sociedad libre. Ella debe tener, como norte, lo que Jacques Maritain denominaba “la conquista progresiva de la libertad de expansión”, la cual entendía como la progresiva liberación de las servidumbres de la naturaleza material. Como cultura, la aspiración de liberar al hombre aún de nuestra simple búsqueda de bienestar material para conquistar el desarrollo de la vida del espíritu. Por ello, también es menester comprender el carácter esencial de una sociedad de hombres libres. Un rasgo de tales sociedades es que son pluralistas. Son sociedades que, en sí mismas, están integradas por otras pequeñas comunidades con derechos, autonomía y autoridad propias, como lo son la familia o las asociaciones de individuos.
Dignidad humana. Esa condición comunitaria está enfocada como comunidad política, en el tanto su vocación debe ser hacia la búsqueda del bien común como ideal superior al de aquel exclusivamente individual. Finalmente, su carácter esencial, es que reconoce el principio de que la dignidad humana es anterior a la sociedad. Como tal dignidad es un concepto espiritual, entiende que el ser humano –por más indigente que sea su condición– aspira a grados superiores de libertad interior. Una aspiración que ni la sociedad ni el Estado son capaces de otorgar. Por ello, aunque respeta la existencia de pluralidad de credos, las sociedades plenas son teístas.
En las sociedades teístas, quienes no creen en Dios pueden también participar activamente en la contribución de esa forja de la dignidad humana y, por tanto, en la forja de la libertad y del amor al prójimo, aunque, al hacerlo, lo hacen desconociendo o sin tener conciencia acerca del origen teísta del principio de la dignidad humana.
Y ahí precisamente está la razón del drama de las sociedades modernas: el desconocimiento de que la cultura solo tiene sentido a partir del resguardo de las convicciones espirituales de la nación.