Las Constituciones Políticas anteriores consagraban escuetamente el principio de que nuestro país estaba constituido por el régimen republicano de gobierno. No fue sino hasta 1949, cuando se promulgó la actual carta magna, que en el artículo 1.° se le añadió al sustantivo “República” el calificativo de “democrática”.
En un comentario, publicado en La Nación del 5 de enero del 2001, Guillermo Malavassi acusaba a esa innovación del origen de la ingobernabilidad que nos aqueja.
Reconozco el buen predicamento que goza el régimen democrático, aunque muchos especialistas en derecho público han coincidido en señalar el riesgo de que pueda convertirse en una fuente de inestabilidad y de crisis cultural.
A fines del siglo XIX, cuando la democracia, al menos nominalmente, se consolidaba en muchos países como el sistema por excelencia, el político y ensayista irlandés William Lecky hacía las siguientes observaciones, que en su momento pudieron parecer reaccionarias, exageradas o precipitadas, pero el tiempo, en muchos casos, ha venido a confirmar sus temores:
“En nuestros días no hay hecho tan indiscutible como la afición de la democracia a las reglamentaciones autoritarias. Consecuencia de la moderna democracia es la expansión de la autoridad y la multiplicación de las funciones del Estado en otros campos, especialmente en el terreno social. Este progresivo incremento del poder del Estado significa un incremento de la burocracia y del número y atribuciones de los funcionarios del Estado. Significa también un constante crecimiento de los impuestos, lo cual constituye en realidad una continua restricción de la libertad”.
Sorprende la sagacidad del autor, quien con más de cien años de anticipación señalaba problemas que en distintas latitudes confrontan las democracias modernas.
No hay sistema perfecto. No obstante los peligros y desviaciones a los que el sistema puede dar lugar, en la mayoría del mundo civilizado los dirigentes políticos, en su mayoría, implícitamente aceptan la conocida sentencia de sir Winston Churchill: la democracia es el peor sistema que existe, a excepción de todos los demás.
Debemos admitir que no está a nuestro alcance crear un sistema político perfecto, blindado a toda crítica y que esté a cubierto de los abusos y desviaciones en que puedan incurrir gobernantes y gobernados.
Precisamente por eso, no podemos olvidar que, como decía Curran, “el precio de vivir en libertad es vigilancia eterna”. Estimulado por este principio, señalaré dos de las incongruencias más graves de nuestro sistema democrático:
1) Al menos nominalmente, damos especial importancia a la educación y la cultura. Todo el Título VII de la Constitución está dedicado a esos temas y el país está conforme en lo que implica mantener un enorme sistema público que costea íntegramente la educación preescolar y la general básica, así como contribuye al mantenimiento de las universidades del Estado y otras instituciones de educación superior.
Podría suponerse que un país que profesa tal devoción a la educación y la cultura debería exigir un alto nivel académico a los integrantes del llamado primer poder de la República. Sin embargo, el artículo 108 de la Constitución los únicos requisitos que exigen para ser diputado son: ser ciudadano en ejercicio, ser costarricense por nacimiento o por naturalización con diez años de residir en el país y haber cumplido 21 años de edad. Ni siquiera es necesario saber leer y escribir. No es de extrañar que con tan escasos credenciales sean elegidos cada cuatro años algunos especímenes que se para el sol a contemplarlos.
2) Los defensores a ultranza de la democracia justifican el sistema con el argumento de que es el que mejor garantiza un trato igual para todos los que se encuentran en una misma situación.
No discutimos la justicia implícita en esa pretensión, pero en la práctica sucede todo lo contrario. En virtud de las llamadas convenciones colectivas, a las que el artículo 62 de la Constitución les atribuye fuerza de ley entre las partes, prima la desigualdad más radical entre las instituciones del Estado, aun cuando, básicamente, se trate de trabajadores que hacen las mismas tareas, lo cual revela la insinceridad de los defensores del sistema.
Me complacería mucho que este comentario sirva para estimular la participación en el debate de personas más autorizadas que el suscrito.
El autor es abogado.