NAIROBI Y DUBÁI – Como observara la autora estadounidense-canadiense Jane Jacobs, las ciudades son motores de la prosperidad nacional y el crecimiento económico. Pero en su forma actual, las urbes modernas también catalizan la desigualdad y la degradación medioambiental. Actualmente el porcentaje de habitantes urbanos en situación de pobreza está creciendo: el 33 % vive en barrios marginales. A su vez, el 75 % de las emisiones mundiales de dióxido de carbono se originan en áreas metropolitanas. Semejantes estadísticas deberían hacernos reflexionar: ¿las ciudades son realmente la mejor forma de organizar la vida humana?
Pueden llegar a serlo, pero solo si se realizan ajustes considerables a la forma en que se planifican, construyen y administran. Para que el crecimiento que impulsan las ciudades permita un futuro sostenible y próspero, los gobiernos y las constructoras deben volver a un enfoque de urbanización centrado en el usuario.
Hoy en día la mayoría de las ciudades no hacen parte a los actores clave en el proceso de planificación, lo que conduce a un desarrollo excluyente. Piénsese en una característica de muchas urbes mal planificadas: los proyectos inmobiliarios omnipresentes en su periferia. Estos esperpentos de múltiples unidades en medio de la nada suelen estar desconectados del transporte público y otros servicios, lo que agrava el aislamiento de sus residentes respecto del núcleo urbano.
Errores de diseño como estos, que tienen implicaciones económicas y sociales, son sin embargo apenas el comienzo. Para los profesionales de la planificación urbana como nosotros, resulta aún más preocupante el que en muchos lugares el proceso de planificación entero sea defectuoso: la forma en que reflexionamos sobre las ciudades, cómo se usan y por quién.
Incluso los departamentos de planificación mejor intencionados del mundo no siempre sitúan a la comunidad en primer lugar. Parte de esto refleja la poca certeza sobre quién “posee” una ciudad. Los residentes pueden llamarla “suya”, pero los gobernantes suelen actuar de formas que sugieren lo contrario. Por ejemplo, un gobierno que busque atraer inversiones podría equiparar los intereses económicos con las necesidades de los residentes, y de esta manera reducir los estándares ambientales o los impuestos de las empresas. No obstante, tales decisiones podrían conducir a la desurbanización, es decir, el abandono de las ciudades a medida que se tornan menos habitables.
La brecha entre viabilidad económica y responsabilidad ambiental puede ser muy amplia. Considérese la producción de automóviles tradicionales de gasolina. Si bien hoy este tipo de industria podría impulsar el crecimiento de algunas ciudades, la creciente preocupación pública sobre sus emisiones de CO2 está provocando cambios en la demanda de los consumidores. Las empresas que puedan sacar partido de estos cambios estarán mejor posicionadas para crecer a largo plazo.
Desafortunadamente, las entidades con fines de lucro no suelen ver en las futuras generaciones a los clientes del mañana. Su visión cortoplacista no solo perjudica sus resultados, al transar ganancias inmediatas por calidad de vida, también afecta a las ciudades.
Entonces, ¿qué se puede hacer para asegurar una planificación urbana que tenga en cuenta los intereses de los verdaderos usuarios de las ciudades, especialmente sus residentes?
La mayoría de las ciudades carece de un proceso democrático de planificación, y en muchas grandes áreas metropolitanas la desigualdad forma parte integral del tejido social. El punto de partida debe ser institucionalizar la planificación participativa. Es fundamental la existencia de programas que salvaguardan la democracia local fomentando la transparencia y la rendición de cuentas. Los residentes dotados de los conocimientos y los medios para expresar sus opiniones sobre los problemas que afectan a sus comunidades son mejores vecinos y los debates sobre planificación que tengan en cuenta sus puntos de vista generan un mejor diseño. Dado que en todas partes y bajo cualquier sistema político se juzga a los líderes por la habitabilidad de los lugares que supervisan, toda ciudad debiera tener como objetivo un proceso de planificación inclusivo.
Teniendo como punto de partida la planificación participativa, los gobiernos y los residentes podrán avanzar hacia la construcción de ciudades más estratégicamente vinculadas a sus regiones y áreas circundantes. Este tipo de crecimiento no solo se refiere a las conexiones de transporte, sino también a la coordinación de políticas y medidas en todos los sectores, incluidos la vivienda, los servicios sociales y la banca. De esta forma, se pueden definir más claramente los roles y las responsabilidades regionales, con una asignación de los recursos limitados que sea estratégica, equitativa y en base a una agenda común.
Con demasiada frecuencia las ciudades administran los recursos en compartimentos estancos burocráticos, lo que puede aumentar la rivalidad precisamente entre aquellos que deben trabajar de forma conjunta si las áreas urbanas que regulan han de invertir de forma inteligente e implementar políticas con efectividad. La autonomía local solo puede lograrse mediante una fuerte cooperación y coordinación regional.
La dispersión urbana es un buen ejemplo de por qué un enfoque regional de la planificación resulta crucial. Para limitar la dispersión se requiere una estrategia territorial coordinada, de modo que las ciudades puedan abordar problemáticas comunes como el transporte de mercancías, la concentración de viviendas y servicios y la gestión y ubicación de corredores industriales. La cooperación intermunicipal también puede lograr economías de escala al desincentivar la competencia innecesaria.
Muchas áreas urbanas se están diseñando como “ciudades para los ricos” en lugar de núcleos de población para todos. Esto potencia de forma gradual la segregación social y amenaza la seguridad de los residentes. Los términos de moda que suenan en la planificación, como “ciudades inteligentes” y “desarrollo urbano sostenible”, significan poco si las teorías en que se fundamentan benefician solo a una minoría.
Como anticipara Jane Jacobs, la “ciudad” seguirá siendo el motor mundial del crecimiento económico y la prosperidad por muchas décadas. Pero para que ese motor funcione con más eficiencia, el mecanismo que lo impulsa –el propio proceso de planificación urbana– necesitará una puesta a punto.
Christine Auclair es líder de proyecto de la Campaña Urbana Mundial en el Programa de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (ONU-Habitat).
Mahmoud Al Burai es director ejecutivo del Dubai Real Estate Institute, un órgano del gobierno de Dubái. © Project Syndicate 1995–2017