La coordinación del Estado se lleva a cabo mediante el viejo modelo de sectorización, que integra a las instituciones por actividad, cada una bajo la rectoría de uno o varios ministros.
Aunque no es el único modelo posible de organización, ni el más moderno, ha estado vigente durante décadas.
En el país existen rectorías sectoriales definidas por ley, tales como las responsables de la sanidad pública, la infraestructura vial, el ambiente y otras, pero también rectorías difusas y atomizadas, por ejemplo, en el ámbito social, en general, y el combate a la pobreza, en particular.
No existe un ministerio legalmente constituido que tenga a cargo la rectoría de la lucha contra la pobreza. En lo que va del presente siglo, la responsabilidad se ha encomendado a las vicepresidentas —siempre mujeres— en las administraciones Rodríguez y Pacheco de la Espriella; al ministro de Vivienda, al presidente del IMAS y a la ministra de Salud en el gobierno Arias Sánchez; al ministro de Trabajo y al jerarca del IMAS en el período Chinchilla Miranda; a la vicepresidenta y al titular del IMAS en el cuatrienio Solís Rivera y al ministro de Trabajo en el gobierno saliente.
Si bien la administración Alvarado Quesada designó formalmente al ministro de Trabajo rector del sector desarrollo humano e inclusión social, al mismo tiempo designó al presidente del IMAS ministro sin cartera en ese campo de acción y suplente del presidente en la coordinación del Consejo Presidencial Social, lo que implica, cuando menos, una duplicidad para el Ministerio de Trabajo (MTSS) y el IMAS en la dirección de la política social o de desarrollo humano.
En todo caso, el alcance de la rectoría social asignada al ministro de Trabajo resultó débil en este cuatrienio, considerando que de las diez entidades gestoras de “programas clave” para disminuir la pobreza multidimensional —según las metas del Plan Nacional de Desarrollo—, solamente tres (MTSS, IMAS y PANI) respondían a dicha rectoría y el resto integraba otros sectores (Fonabe, MEP, INA, Banhvi, AyA, CCSS y Ministerio de Salud).
La indefinición de la clase política para consolidar una verdadera autoridad social se agrava debido al traslape normativo entre las competencias asignadas al MTSS, al IMAS, a las vicepresidencias y a los consejos sociales —las dos últimas sin sustento legal—, lo cual explica que el equipo encargado de combatir la pobreza conozca en cada nuevo gobierno esquemas de mando y coordinación diferentes.
Se trata de un carrusel de improvisaciones que explica los mediocres resultados de la gestión del desarrollo humano durante los últimos lustros, a pesar del incremento sostenido en la inversión social pública.
La administración entrante tiene la oportunidad, mas también el deber histórico, de “comerse la bronca” y remozar la arquitectura institucional diseñada para combatir este flagelo, fenómeno cuyo carácter multidimensional, según las tesis estructuralistas, requiere ser tratado mediante un enfoque basado en el cumplimiento de los derechos humanos y las obligaciones correspondientes del Estado.
Asimismo, demanda, de entrada, una revisión del marco institucional, empezando por la cabeza o rectoría sectorial en caso de insistir en sostener el modelo.
Una vigorosa autoridad social, adscrita al Poder Ejecutivo para evitar roces constitucionales, podría materializar el mandato de procurar el mayor bienestar para la totalidad de los habitantes del país.
Pero debe estar dotada de competencias claras, recursos materiales y músculo político, así como tener un plan de acción interno que ordene y transparente su trabajo.
Su mandato será formular una política estatal con miras a largo plazo, con el propósito de erradicar la pobreza, en sintonía con el primer objetivo de desarrollo sostenible, y atender las recomendaciones giradas a Costa Rica por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en cuanto a fortalecer la coordinación y liderazgo del centro de gobierno como respuesta a la fragmentación del sector público.
El autor es politólogo.