El proteccionismo económico, hijo bastardo del clientelismo y del tráfico de influencias, ha buscado siempre encubrirse bajo el velo redentor del paternalismo estatal.
Lo que muchas veces se hace pasar por solidaridad no es más que migajas que quienes están bien enchufados al poder comparten con los más desafortunados como escudo para granjearse los grandes beneficios de la protección estatal.
En Costa Rica, abundan las políticas de esta naturaleza, que se presentan como proyectos vitales para la subsistencia de algún sector vulnerable, pero benefician generosamente a otras personas y empresas que no requieren ni merecen la ayuda estatal.
La Liga Agrícola Industrial de la Caña (Laica) es un magnífico ejemplo. Mediante la Ley 7.818, que data de 1998, se creó un mecanismo para organizar la industria azucarera, protegiéndola de los rigores del temido y despreciado mercado.
La intención –se lee en el artículo 2– es repartir la cuota de producción entre industriales (ingenios) y productores independientes en consonancia “con los principios de justicia social y reparto equitativo de la riqueza, reconocidos en los artículos 50 y 74 de la Constitución Política”.
Ante tan altos y loables objetivos, es necesario analizar los resultados, los incentivos que genera la ley y quiénes han sido sus principales beneficiarios a lo largo de los 17 años que tiene de haber entrado en vigor.
Laica está conformada por productores de caña y de azúcar. Cada sector nombra tres miembros para su Junta Directiva. El gobierno nombra otros dos directivos: un representante del ministro de Agricultura y otro del ministro de Economía.
Los productores de azúcar, agremiados en la Cámara de Azucareros, son trece ingenios ubicados en diversos puntos de la geografía nacional. La inversión necesaria para el establecimiento de un ingenio se cuenta en decenas de millones de dólares. La mayoría de ellos está en manos privadas y un par corresponde al modelo cooperativo.
Los cañeros, por su parte, están representados por la Federación de Cámaras de Productores de Caña. La ley considera productores independientes a aquellos que obtienen hasta un máximo de 5.000 toneladas de caña por zafra, sin estar vinculados con los grupos empresariales propietarios de los ingenios.
Se consideran pequeños y medianos productores a aquellos que producen no más de 1.500 toneladas de caña por zafra. Estos son los beneficiarios putativos de la ley.
El artículo 72 establece que “los ingenios deberán adquirir de los productores independientes de caña el cincuenta por ciento (…) de la cuota de producción de azúcar que les corresponda”. Los productores independientes, y en particular los pequeños y medianos, defienden a Laica con base en esta disposición, ya que les garantiza la venta de su producto. La supuesta solidaridad de los grandes industriales con los pequeños productores en su máxima expresión.
El pastel. Un análisis más minucioso del articulado, sin embargo, revela que no todo lo que brilla es oro. Si por ley los industriales tienen que comprar el 50% de su cuota a los cañeros independientes, quiere decir que el otro 50% puede ser producido por ellos mismos.
La repartición del pastel empieza a parecer cualquier cosa excepto equitativa cuando uno considera que en el país hay más de 8.000 pequeños y medianos productores y algunos centenares más de independientes (que obtienen entre 1.500 y 5.000 toneladas por zafra).
Entre todos ellos se reparten el 50% de la producción cañera, mientras que 13 ingenios siembran y cosechan la otra mitad, además de industrializar la totalidad.
Una vez producido el azúcar, la mayoría de los 13 ingenios, en colusión, mercadean el producto bajo una marca única (Doña María), evitando competir entre sí y actuando como un cartel con poderes cuasi monopólicos.
En otros países, la colusión es considerada una actividad criminal, pero en el nuestro es fomentada por la ley. ¿Por qué habría de ser esto un delito? Porque el poder monopólico les permite restringir la producción y eliminar la competencia, y así manipular el precio de venta en detrimento de los consumidores.
Laica se beneficia, además, de un arancel del 46% sobre la importación de azúcar. Esto quiere decir que si usted puede comprar azúcar en otro país y traerla al nuestro con un costo de $100, una vez que el producto sale de aduanas, su precio se ha elevado a $146. Esta es otra forma más de restringir la competencia.
Sobreprecio. Al sentarme a escribir estas líneas, el precio internacional del azúcar blanco refinado rondaba los $400 por tonelada métrica (t). El costo de transporte y seguro desde destinos tan lejanos como Canadá y Brasil agrega alrededor de $80 dólares por t.
Si le sumamos el arancel, el azúcar puesto en Costa Rica y nacionalizado cuesta $700 por t, que equivale a $0,70 por kilo.
El precio de venta al consumidor en Costa Rica es de $1,17 por kilo, pero el productor nacional no tiene que pagar flete internacional ni aranceles de importación. Un productor eficiente debería tener un costo inferior a los $0,40 por kilo, puesto que quien lo vende en el mercado internacional obtiene una ganancia a ese precio.
Así las cosas, el azucarero nacional tiene un margen de al menos 192% para empacar el azúcar para la venta al detalle, distribuirlo a todo el país, y echarse una jugosísima utilidad que solo es posible por su control monopolístico del mercado.
Tanto es el poder monopólico de Laica, que en vez de trasladar a los consumidores el beneficio de una disminución del 52% del precio internacional en los últimos cinco años, en el mercado nacional el azúcar subió un 29%.
Ciclo de pobreza.
El mecanismo de la ley de Laica es particularmente perverso y no solo para los consumidores. Al garantizar a los productores independientes la compra de su cosecha, se les quita el incentivo a innovar y mejorar el producto. ¿Para qué esforzarme si tengo la venta garantizada? Pero, además, al limitar la cantidad que puede vender cada productor independiente se les impide crecer, negándoles los potenciales beneficios de las economías de escala.
En todo caso, ¿para qué buscar más eficiencia si no me comprarían los excedentes, o me los compran a un precio ruinoso, como en efecto sucede?
En conjunto, ambas provisiones de la ley –compra asegurada y producción limitada– garantiza a los productores independientes, pero sobre todo a los pequeños y medianos, un nivel de subsistencia que, lamentablemente, los hunde en el conformismo y la inacción, condenándolos a la pobreza permanente.
Los personeros de Laica defienden el mecanismo –y los insólitamente altos precios que genera– como un modelo de solidaridad con los productores independientes. Pero, en la práctica, lo que existe es una enorme transferencia de riqueza de los consumidores de azúcar –que la pagamos a precio de oro– hacia los grandes industriales.
Al mismo tiempo, el mecanismo de “solidaridad” sume a los pequeños productores en la pobreza: no tanta como para que se mueran de hambre, pero la suficiente para que sigan implorando por sus cuotas fijas de producción.
El autor es economista, miembro de la Plataforma Liberal Progresista.