Un indigente fue asesinado en Alajuela acusado de, presuntamente, haber entrado a robar a un local comercial. Lo amarraron a un poste, le rociaron gasolina y le prendieron fuego.
Un hecho que hasta hace nada era noticia que venía de países con un rule of law (Estado de derecho) débil, que veíamos con estupor como una extravagancia más de Estados fallidos.
Las alarmas deben encenderse. Creo que el 2018, entre muchas otras, nos deja la lección de que no somos inmunes a las voces que aprovechan todo resquicio para cargarse el Estado de derecho que, desde Hobbes, lo sabemos, permite a las sociedades aspirar a vivir con un cierto sentido de armonía y seguridad.
Para evitar que el caos impere, los seres humanos decidimos conceder al Estado el monopolio de la fuerza, el ejercicio exclusivo del poder punitivo. Tomar la justicia por la propia mano es seña del retorno a un primitivismo que parecía superado. Algo que pensábamos podía ocurrir en algún pueblo perdido de Honduras o Guatemala acaba de suceder a pocos kilómetros del aeropuerto por el cual también queremos que miles de turistas disfruten de la naturaleza de un país aupado por su supuesta excepcional solidez institucional.
Renuncia a los valores. Es preocupante que un hecho tan brutal pase sin más, sin generar la suficiente indignación. El argumento de la inseguridad no es justificación ni tampoco los cambios legales que podrían hacerse a los procesos judiciales.
En España, para poner un caso, según un estudio reciente de la Secretaría de Seguridad, cada dos minutos roban un teléfono celular. No por eso se lincha a los responsables, o a los supuestos responsables, en mitad de la Plaza Mayor de Madrid.
No, aquí hay algo más peligroso aún y es la renuncia que, progresivamente, se está haciendo de los valores de convivencia más elementales, esos que nutren los regímenes democráticos y las constituciones políticas de las sociedades modernas. Mientras grupos fascistas van irrumpiendo en congresos y gobiernos en muchas partes del mundo, llevando por delante sus discursos de odio, división y construcción permanente de enemigos, nosotros vamos normalizando que, sin proceso legal ni intervención estatal, alguien se crea que presumir la culpa del otro es razón suficiente para actuar con todo salvajismo e irracionalidad.
Normas. Recién se cumplieron 20 años de la aprobación del Código Procesal Penal, el instrumento para juzgar los delitos. Claro que el transcurso de dos décadas podría ser un buen momento, prejuicios aparte, para discutir sobre cómo agilizar los trámites y disminuir el riesgo permanente de la impunidad. Pero nada de eso tiene que ver con subrayar la gravedad que supone prescindir del Estado para volver ni siquiera ya al ojo por ojo, sino a la venganza más irracional y desproporcionada.
Pasar de puntillas por eventos como el de Alajuela es, en el fondo, vitaminar la creencia de que sistemas políticos autoritarios y represivos son una alternativa. Seguramente, América Latina sabe, como pocas regiones, los saldos que dejan.
LEA MÁS: ¿Amor o diente por diente?
Que no nos quiten la paz es, sobre todo, que no nos arrebaten la convicción de que una sociedad puede desterrar la violencia y de que dirimir las diferencias a través de reglas y procesos no es una debilidad, es acaso la única estrategia para, a largo plazo, garantizar nuestra propia supervivencia.