PARÍS – Los programas de televisión populares de hoy se han convertido en el equivalente de los folletines que comenzaron a aparecer en los periódicos en el siglo XIX. Series como Game of Thrones y Downton Abbey , al igual que Balzac y Dickens antes que ellas, sirven como fuente de entretenimiento y alimento para el debate. En este sentido, los guiones de nuestra televisión se han transformado en herramientas esenciales de análisis social y político.
Esas herramientas se pueden utilizar para entender, por ejemplo, la diferencia entre el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y el presidente de Estados Unidos, Barack Obama. Netanyahu sigue atascado en la tercera temporada de Homeland –es decir, obsesionado con Irán– mientras que Obama, al haber comenzado a incluir la renovada amenaza rusa en su cálculo estratégico ya anda por la tercera temporada de House of Cards .
Por supuesto, la posibilidad de hacer este tipo de comparaciones se basa en lo que muchas veces hace popular a una serie de televisión: su capacidad para mostrarle un espejo a una sociedad –para que refleje sus ansiedades y anhelos– y crear una ventana a través de la cual los de afuera puedan pispear.
Consideremos Downton Abbey, un drama de época británico que sigue las vidas de la familia Crawley y sus sirvientes en la típica casa de campo de la familia, entre 1912 y mediados de los años 1920. ¿Por qué tantos millones de personas en el mundo –desde Europa hasta Estados Unidos y Asia– se sienten tan atraídas por estos personajes? ¿Sienten nostalgia por un tiempo que pasó hace mucho, que el programa reconstituye con una verosimilitud rigurosa? ¿O están fascinadas por la dinámica social que explora el programa?
Para Julian Fellowes, el creador de la serie, la explicación reside en otra parte –en nuestra búsqueda del orden en un mundo caótico–. Según su opinión, la gente hoy está tan desorientada que se siente seducida por el entorno prolijo de Downton Abbey, en el que la ambientación, claramente delineada en tiempo y espacio, está gobernada por reglas estrictas. De la misma manera que la casa Crawley sirve como una suerte de refugio para sus personajes, puede ofrecerles a sus espectadores una salida segura y predecible a través de la cual huir del presente tumultuoso y evitar el futuro incierto.
Del mismo modo, el drama político norteamericano House of Cards refleja una suerte de desilusión –esta vez con la política de Estados Unidos–. Mientras que The West Wing, un drama político popular que estuvo al aire de 1999 al 2006, retrata la presidencia de Estados Unidos –en manos de un líder sofisticado, cultivado y humanista– con una especie de añoranza, House of Cards sumerge al espectador en un entorno turbio de los peores impulsos de la humanidad. En House of Cards, el mundo no es como los espectadores creen que debería ser, sino como temen que sea.
Esta es la estrategia opuesta a la que adopta el drama político danés Borgen , que presenta a una primera ministra idealizada, Birgitte Nyborg. Pero el efecto es similar. Muchas veces se escucha a la gente decir que el verdadero problema que enfrenta Dinamarca –y, en particular, su clase dirigente– es que la primera ministra Helle Thorning-Schmidt carece de las fortalezas de Nyborg.
Al exponer los desafíos y ansiedades fundamentales que enfrenta una sociedad, una serie de televisión puede, por momentos, casi prefigurar el futuro.
En Francia, Engrenages –que en inglés se vendió bajo el título Spiral – explora el profundo malestar de la sociedad francesa.
En retrospectiva, la serie parece haber pronosticado las tragedias que asolaron al país en enero. En particular, la quinta temporada, que salió al aire en Francia a fines del 2014, ofrecía una descripción clínica de cómo se descarriaron los jóvenes en los suburbios de París, a la vez que retrataba la relación entre la policía y sus superiores políticos como cínica y hasta combativa. El diálogo del programa podría haber salido directamente de un “almuerzo de trabajo” parisino de la vida real.
El programa de televisión que se convirtió en el más debatido de nuestros tiempos es, sin lugar a dudas, Game of Thrones, una fantasía épica medieval basada (cada vez más libremente) en el éxito editorial de George R.R. Martin: A Song of Ice and Fire (Canción de hielo y fuego). La serie no solo se hizo célebre por su presupuesto gigantesco o su guion intrincado, sino también por su coreografía sostenida de violencia brutal.
Los estudiantes de política internacional, especialmente en Canadá y Estados Unidos, se preguntan si el programa, al acentuar el papel de la brutalidad en su estado puro, no fomenta una visión “realista” del mundo. ¿Acaso el salvajismo que se muestra en Game of Thrones –con sus abundantes decapitaciones, violaciones y torturas sexuales– ha ayudado a alentar las tácticas de, digamos, Boko Haram y el Estado Islámico? ¿O la serie –en la que la violencia muchas veces engendra más violencia, pero no necesariamente les da a los personajes lo que quieren– en realidad podría estar resaltando los límites de la fuerza?
En un nivel más sofisticado, el universo del programa –una combinación de mitología antigua y Edad Media– parece captar la mezcla de fascinación y miedo que hoy siente mucha gente.
Es un mundo fantástico, impredecible y devastadoramente doloroso –un mundo tan complejo que hasta los espectadores más fieles del programa muchas veces se sienten confundidos–. En este sentido, es muy parecido al mundo en el que vivimos.
Si bien Occidente no ejerce un monopolio sobre la producción de series de televisión, sin dudas domina el terreno –y, en consecuencia, la visión del mundo que reflejan esos programas–. Teniendo esto en cuenta, uno podría preguntarse si los líderes chinos o rusos están haciéndose tiempo en sus agendas ocupadas para mirar series como House of Cards o Game of Thrones y llegar a entender la mentalidad de sus rivales.
Asesores gubernamentales destacados, al menos, parecen reconocer el valor de sintonizar estos programas. Un amigo chino recientemente me dijo que House of Cards era muy popular entre la élite política de China. Se regodean al ver que la política es tan despiadada en Estados Unidos como lo es en su propio país.
Dominique Moisi, profesor en el Instituto de Estudios Políticos de París (Sciences Po), es asesor sénior del Instituto Francés para Asuntos Internacionales (IFRI) y profesor visitante en el King’s College London.© Project Syndicate 1995–2015