El 6 de febrero el pueblo de Costa Rica dio otra lección ejemplar de democracia al mundo. Una vez más, como desde hace décadas, votamos en paz y libertad, portando diversos colores partidarios o sin mostrar ninguno, respetando a quienes sí lo hicieron, sabedores de que en esa cordial convivencia de nuestras distintas formas de pensar reside el tesoro más valioso de nuestra nacionalidad.
Lo hicimos en medio de una ola pandémica, observando las medidas sanitarias dispuestas para conciliar nuestro derecho al sufragio con el cuidado de la salud. La misión de observación electoral de la Organización de los Estados Americanos hizo un reconocimiento a los costarricenses y al TSE por lo que calificó de jornada electoral “exitosa”.
Ese día, sin embargo, ocurrieron dos hechos de los cuales tenemos que ocuparnos: el primero, alcanzamos una cifra récord de abstención y, el segundo, mucho más importante, no elegimos presidente, solo seleccionamos a las dos personas, y a sus fórmulas vicepresidenciales, entre las que deberemos escoger en la segunda ronda. Permítanme una breve reflexión al respecto.
Aunque la pandemia, como en otras latitudes, pudo haber jugado en contra de la asistencia a las urnas, y aunque seguimos teniendo niveles de participación electoral satisfactorios en comparación con otras democracias consolidadas, o de otros países de la región (si se considera que en varios de ellos no votar acarrea severas sanciones), una caída del 5% en la participación constituye una alerta de desafección ciudadana que mal haríamos en no atender, particularmente los partidos políticos, cuya oferta electoral es el principal movilizador del votante.
Si bien no se trata de abstencionismo técnico (esto es, de personas que queriendo votar no pueden hacerlo), el reto no nos es ajeno como autoridades electorales.
En mi carta de respuesta a la designación que recibí como presidenta del Tribunal, dije ser “consciente de las necesidades de remozamiento, mejora y profundización de la democracia costarricense” y del papel que nos correspondía como autoridades electorales “en la construcción de las respuestas que permitan a la sociedad volver a experimentar nuestro sistema político”, no solo como “el peor con excepción de todos los demás, sino como una herramienta fecunda en posibilidades para la vida en común, libre y en paz”. Esa será, sin duda, una tarea que tendremos que asumir con valentía una vez acabe este proceso electoral.
El otro punto que quisiera abordar es el de la elección inconclusa de la cabeza del Ejecutivo. Ninguna candidatura excedió el 40% de los votos válidamente emitidos, por lo cual deberemos escoger, en una segunda ronda, entre las dos más votadas en la primera.
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Contraargumentos
Por ello, quisiera contradecir, respetuosa pero enfáticamente, un primer argumento según el cual esto es una imposición para los electores que no simpatizan con ninguna de esas dos fórmulas presidenciales, o un segundo argumento de que lo que pase el 3 de abril es asunto de esos dos partidos solamente, porque para los demás la elección ya pasó.
No, el 6 de febrero no hubo elección, el proceso electoral al que todos los ciudadanos fuimos convocados no ha concluido, los dos candidatos que avanzaron a la segunda ronda lo hicieron porque fueron los más respaldados por los electores, y esas son las reglas constitucionales que nos hemos dado como sociedad para nuestros comicios.
Desde los inicios de nuestra vida independiente, existía en Costa Rica la posibilidad de que ninguna candidatura alcanzara el respaldo necesario para acceder a la presidencia, pero no siempre el mecanismo actual, conocido como segunda ronda, rigió en el país.
¿Qué pasaba cuando en una elección, como la del pasado 6 de febrero, nadie resultaba elegido? En ese caso, desde la independencia y hasta 1835, la elección la hacía el Congreso, sin dar la menor importancia a los porcentajes de apoyo popular que hubieran obtenido los candidatos en las urnas.
De 1835 en adelante se suponía que el Congreso debía escoger entre los más favorecidos por los electores, pero en 1914, cuando el Congreso debía optar por alguno de los dos más votados, designaron para la presidencia a Alfredo González Flores, que ni siquiera había sido candidato.
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Resistencia al cambio
Es en 1926 cuando se adopta el mecanismo de la segunda ronda electoral. Y quiero llamar la atención al respecto: fue una conquista democrática, porque los más de 100 años de comicios previos evidencian una resistencia de las élites políticas a someter esta trascendental cuestión a la decisión del pueblo, y la confiaban a los congresistas, e incluso, al principio, desatendiendo las preferencias de los electores.
Así, en 1932, cuando debía celebrarse la primera segunda ronda electoral de nuestra historia, no se hizo. El segundo candidato más votado, Manuel Castro Quesada, renunció a la candidatura y el Congreso, apoyándose en esa circunstancia, designó a Ricardo Jiménez Oreamuno presidente, sin consultar a los electores, como era su derecho constitucional.
El desaguisado motivó que el constituyente de 1949 estableciera, entre las reglas de la segunda ronda actual, la prohibición de renunciar a la candidatura a las dos personas que avancen a esa fase del proceso electoral.
Por esta razón, las segundas rondas son, ante todo, conquistas democráticas del pueblo, tal como sucedió en el 2002, el 2014 y el 2018. No porque en ellas se haya elegido a tal o cual candidato, sino porque quien hizo la elección fue el pueblo, y nadie más.
Ese es el sentido profundamente democrático de la segunda ronda: quien llegue a la máxima magistratura del país debe tener un sólido respaldo popular, de modo que, si en virtud de la dispersión del voto ninguna opción resulta ampliamente respaldada en la elección, se les pregunte nuevamente a los electores por quién se pronuncian, pero esta vez entre las dos candidaturas más votadas, única forma de garantizar que alguna supere el porcentaje de legitimidad mínima constitucionalmente establecido.
Por todo lo anterior, respetuosamente, los invito a que voten el próximo 3 de abril, fecha en la que sí o sí elegiremos a la persona que será, participe usted o no, su presidente durante los próximos cuatro años.
Tomando en cuenta el profundo sentido de las segundas rondas, la invitación es a que vote, pero no para bajar un porcentaje de abstención, sino por usted, porque es su derecho, para que su voz se oiga, para que su voluntad pese y su condición de ciudadano con derecho a pronunciarse sobre el rumbo del país se respete.
La autora es presidenta del Tribunal Supremo de Elecciones.