Es instintivo. Empiezo a cortar una cebolla o un chile, y recuerdo a mi madre, no exento de remordimiento. Durante muchos años, en casa, disfrutamos una amplia diversidad de platillos tradicionales, definidos hoy como cocina patrimonial y que la Unesco conceptualiza como parte del patrimonio cultural inmaterial.
Su gusto por la cocina también la llevaba a fusionar recetas, o a elaborar sus propias creaciones, generalmente enmarcada en ingredientes tradicionales.
Mi lamento es por esos años en que nunca me coloqué a su lado para tomar nota, preguntar por los detalles de la selección y la preparación de ingredientes, ni por el momento y la medida justos para agregar cierta especia o condimento, la ciencia en el manejo de la temperatura, el instante propicio para dar vuelta a la torta o de dorar la pieza en el horno.
Por más que nos guíen los libros de recetas, esos pequeños secretos, heredados como tesoros ancestrales o descubiertos a fuerza de constancia, inventiva y observación, hacen una diferencia abismal. Aunque he intentado cocinar algunos de sus platillos, siempre termino muy lejos de su punto o sazón.
La humanidad llora la pérdida de monumentos de la Antigüedad, así como la extinción de especies de animales. Pienso, por ejemplo, en la Biblioteca de Alejandría (siglo III a. C.) o el sapo dorado de Monteverde (alrededor de 1990). Y así podría agregar cientos de casos. De la misma manera, debería afectarnos la pérdida paulatina del recetario tradicional.
El menú actual de nuestros hogares ha incorporado comidas extranjeras, producto de la globalización; sin embargo, en el peor de los casos, la partida la va ganando la comida rápida, los alimentos industrializados y congelados, carentes de valor nutricional, abundantes en glutamato monosódico, grasas trans, endulzantes, colorantes y saborizantes artificiales, los cuales han demostrado ser disparadores de diabetes, cáncer y enfermedades cardiovasculares o digestivas.
Por el contrario, si bien en algunas casas todavía nos puede sorprender un almuerzo con flor de itabo, un pozol, una sopa de mondongo o una lengua en salsa, hay otros platos de nuestros antepasados que bordean la extinción: sopa de quelites, picadillo de flor de poró, sopas de leche, picadillo de chira de banano, lomo fingido, guiso de chilote, chorreadas de palmito, sopa de hueso ahumado, atol de maíz pujagua, fresco de chicheme, guiso de flor de ayote y otros.
Ciertamente, preparar algunas de estas recetas plantea el reto de localizar los ingredientes, pues surgieron en épocas cuando aún nuestras ciudades eran parcialmente agrícolas, abundantes en solares y potreros, de donde se tomaban los insumos básicos de la cocina. Aun así, existiendo disposición y pasión, todas son perfectamente realizables en nuestros días.
Felizmente, en internet se pueden hallar interesantes estudios académicos sobre la cocina patrimonial costarricense, y algunos rescatan recetas de todas las zonas procurando con ello salvar el legado culinario de nuestros ancestros.
Quienes tienen una mamá fervorosa por la gastronomía criolla, y para mayor lujo, una abuela, son bienaventurados. Poseen una oportunidad de oro para aprender de ellas y recibir una valiosa herencia de cultura inmaterial.
El autor es economista.