Parásitos. Violadores. Veneno en la sangre de Estados Unidos. Estos son algunos de los epítetos deshumanizadores que Donald Trump ha utilizado para describir a los migrantes hispanos en Estados Unidos. Ahora, promete el “mayor esfuerzo de deportación en la historia estadounidense". Su visión de acorralar a millones de personas no se parece a nada visto en una democracia y suena más a la Francia ocupada por los nazis.
Intentemos imaginar qué implicaría el plan de Trump. Agentes de migración haciendo redadas en granjas y fábricas para llevarse a los trabajadores. Maestros y administradores de escuelas obligados a informar sobre los estudiantes. Vigilancia encubierta de las iglesias católico-romanas, para que los feligreses hispanos puedan ser detenidos después de tomar la sagrada comunión. Separación de familias, expulsión de los padres y posible pérdida de contacto con sus hijos menores.
Trump dice que solo se perseguiría a los migrantes indocumentados —que, según los republicanos, son entre 20 y 30 millones, una cifra muy superior a las estimaciones fidedignas que hablan de unos 12 millones—. Pero con más de 60 millones de personas de origen hispano que viven en Estados Unidos (hasta el año 2020), ¿alguien imagina que su red de migración no atraparía a ciudadanos norteamericanos? El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE. UU. no tiene un historial intachable en este ámbito, y nunca ha llevado a cabo una deportación masiva en la escala que prevé Trump.
Trump le daría a su operación la pátina de legalidad invocando una ley antigua y oscura: la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, que autoriza al presidente a “aprehender, retener, asegurar y expulsar” a los no ciudadanos dentro de Estados Unidos que procedan de un país “hostil”. Supuestamente, la ley estaba pensada para ser utilizada en tiempos de guerra, para impedir el espionaje y el sabotaje, pero esa no es la razón por la que el presidente John Adams la promulgó. Quería intimidar a los seguidores de su propio vicepresidente, Thomas Jefferson, a quienes consideraba excesivamente influenciados por los revolucionarios franceses.
Como Estados Unidos, en realidad, no estaba en guerra con Francia, Adams incluyó una cláusula que decía que la Ley se podía utilizar contra los ciudadanos de un Estado extranjero que amenazara con una “invasión” o una “invasión predatoria”. Pero, en la práctica, la Ley de Enemigos Extranjeros solo se ha invocado en tres ocasiones, siempre en períodos de grandes conflictos.
Durante la guerra de 1812, se les exigía a todos los ciudadanos británicos que vivían en Estados Unidos que reportaran su situación. Durante la Primera Guerra Mundial, el presidente Woodrow Wilson invocó la ley contra los nacionales de los imperios Guillermina, austríaco y otomano, así como los ciudadanos de su aliada Bulgaria, alegando que estos supuestos extranjeros enemigos podían ser tratados como prisioneros de guerra.
De manera más infame, el presidente Franklin D. Roosevelt invocó la ley después del ataque japonés a Pearl Harbor en diciembre de 1941 y los ciudadanos japoneses, alemanes e italianos fueron designados extranjeros enemigos. La gran mayoría de los alojados en campos de internamiento eran japoneses, pero también se acorraló y detuvo a varios judíos alemanes, que habían logrado escapar de los campos de la muerte nazis emigrando a Estados Unidos.
Para Trump, los propios migrantes —no los países de los que provienen— están invadiendo Estados Unidos. Y, como advierte el Centro Brennan para la Justicia, la Ley de Enemigos Extranjeros se puede “esgrimir contra migrantes que no han hecho nada malo, que no han dado muestras de deslealtad y que están presentes según la ley" en Estados Unidos. No hay ningún motivo para pensar que Trump no se aprovechará plenamente de esto, especialmente teniendo en cuenta el reciente dictamen de la Suprema Corte según el cual los presidentes actuales y anteriores gozan de una inmunidad casi total frente a acusaciones críticas por sus acciones oficiales mientras están en el cargo.
Las discusiones sobre las políticas antimigración de Trump muchas veces se han centrado en su impacto económico que, según Bloomberg, podría costar a la economía estadounidense unos 4,7 billones de dólares en el lapso de diez años. ¿Quién se ocupará de las cosechas en el Valle Central de California luego de la purga de Trump? ¿Quién cambiará las sábanas y limpiará los pisos de los hospitales y las residencias de ancianos? ¿Quién enterrará a los muertos y mantendrá los cementerios?
Frente al alto costo que la purga migrante de Trump implicará para la economía norteamericana, los precios de los alimentos y otros productos básicos podrían dispararse. Por otra parte, la deportación en sí es costosa. Según una estimación, deportar a un millón de migrantes indocumentados al año —la tasa que ha sugerido el candidato a vicepresidente de Trump, J. D. Vance— podría costar $88.000 millones al año.
Pero los costos económicos de una deportación masiva se verían insignificantes frente a los costos para el alma de Estados Unidos. Cuando me instalé en Estados Unidos hace casi 35 años, pensé que mi experiencia de crecer en la Unión Soviética estaría muy alejada de las costumbres de este supuesto bastión de la libertad y del Estado de derecho.
Hoy escucho en la impactante retórica de campaña de Trump —su discurso amenazante de “enemigos internos” y su total falta de consideración por los derechos, las normas y el Estado de derecho— ecos de algo familiar: un dictador peligroso ansioso por gobernar sobre una sociedad débil, dividida y paranoica.
¿Qué ocurrirá si el “agudo timbre nocturno o el golpe rudo contra la puerta” —el terror de mi patria en los días más oscuros del terror estalinista— se vuelve parte de la vida estadounidense? ¿Los norteamericanos harán la vista gorda a los campos de detención que empiecen a aparecer? ¿Las personas se volverán informantes que delatan a sus vecinos y compañeros de trabajo ante la policía migratoria de Trump?
Trump ya está aterrorizando a Estados Unidos. Eso es muy evidente cuando líderes poderosos se degradan por su favor. El cardenal arzobispo de Nueva York, Timothy Dolan, que sonrió y rio a carcajadas mientras Trump profería una infinidad de vulgaridades en una cena ceremonial, es solo un ejemplo reciente y vergonzoso.
En algunos grupos —entre los que sobresale el establishment republicano—, esa cobardía sin duda persistiría ante las deportaciones masivas. Pero cualquiera que se sienta tentado de votar por un hombre que planea ejecutar una política de terror de estado debería recordar la famosa confesión posterior a la Segunda Guerra Mundial del pastor Martin Niemöller: “Primero vinieron por los comunistas”, comenzaba diciendo, “y no dije nada, porque no era comunista”. Lo mismo ocurrió con los socialistas, los sindicalistas y los judíos. Pero luego “vinieron por mí”, concluye, “y ya no quedaba nadie” que dijera nada.
Nina L. Khrushcheva, profesora de Asuntos Internacionales en The New School, es la coautora (junto con Jeffrey Tayler) de In Putin’s Footsteps: Searching for the Soul of an Empire Across Russia’s Eleven Time Zones (St. Martin’s Press, 2019).
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