Australia acaba de prohibir que los niños menores de 16 años utilicen redes sociales. La medida ha chocado con algunas críticas, particularmente de empresas como Meta (que es dueña de Facebook e Instagram) y TikTok, que enfrentarán multas de hasta $32 millones si no mantienen a los jóvenes alejados de sus plataformas.
Pero la nueva política de Australia representa un paso crítico en cuanto a la protección de los niños en el siglo XXI.
Todas las sociedades —y los Estados que las sirven— tienen la responsabilidad de proteger a sus niños de adicciones dañinas.
La adicción es exactamente lo que las empresas de redes sociales intentan cultivar. Como reveló el presidente fundador de Facebook, Sean Parker, en el 2017, el proceso de construcción de la plataforma estuvo guiado por una simple pregunta: “¿Cómo consumimos la mayor cantidad posible de tiempo y atención consciente de los usuarios?”.
La respuesta a la que llegaron estas empresas consistió en “explotar una vulnerabilidad de la psicología humana”: el deseo de validación social.
Básicamente, explicó Parker, las plataformas de redes sociales fueron diseñadas para ofrecer dosis de dopamina —un neurotransmisor que desempeña un papel en la adicción— a través de “me gusta”, comentarios, vistas y “compartir” que sirven de validación social.
Cuanta más gente interactúa con la plataforma, más dosis de dopamina se recibe. El resultado es un “bucle de retroalimentación de validación social” que mantiene a los usuarios enganchados.
“Solo Dios sabe lo que esto le está haciendo al cerebro de nuestros hijos”, se lamentó Parker, pesaroso.
Chamath Palihapitiya —otro exejecutivo de Facebook cuya “tremenda culpa” lo impulsó a hablar en contra de las redes sociales— tiene una idea.
“No te das cuenta”, dijo ante una audiencia en Stanford en el 2017, “pero estás siendo programado”. Decidir cómo (y cuánto) usar las redes sociales equivale a decidir a cuánta “independencia intelectual” uno está “dispuesto a renunciar”.
Pero muchos usuarios —particularmente los niños— no están preparados para tomar decisiones informadas o saludables sobre las redes sociales, especialmente debido a esos ciclos de retroalimentación adictivos.
Según la Oficina Regional para Europa de la Organización Mundial de la Salud, el uso problemático de las redes sociales —caracterizado por síntomas similares a los de la adicción, como la incapacidad de controlar el uso y los sentimientos de abstinencia cuando no se usan— ha aumentado marcadamente entre los adolescentes, del 7 % de los usuarios en el 2018 al 11 % en el 2022. En Estados Unidos, el adolescente promedio pasa 4,8 horas al día en las redes sociales.
Estas cifras implican riesgos graves. Los adolescentes que pasan más de tres horas al día en las redes sociales tienen el doble de probabilidades que sus pares de experimentar ansiedad y depresión.
El uso de las redes sociales también se asocia con la baja autoestima, el acoso y un rendimiento académico deficiente. La evidencia sugiere que las redes sociales han contruibuido de manera clave al aumento de las tasas de suicidio entre los adolescentes estadounidenses durante la última década.
La OMS ha pedido “medidas inmediatas y sostenidas para ayudar a los adolescentes a cambiar el rumbo del uso potencialmente dañino de las redes sociales”.
Incluso los propios jóvenes están haciendo sonar la alarma. A principios de noviembre, el parlamento juvenil del cantón de Lucerna, Suiza, solicitó al Consejo Cantonal de Lucerna que fortaleciera la protección de los usuarios de las redes sociales —en particular la “prevención de adicciones”— a través de una “sensibilización específica entre los padres y la población”.
¿Alguna vez los niños han pedido a los adultos que los protejan de hábitos adictivos? Cuando se debatieron las reglas sobre el acceso al tabaco, ¿los jóvenes exigieron que se informara a sus padres sobre los riesgos de dejar fumar a sus hijos? El hecho de que las redes sociales estén generando este tipo de solicitudes muestra lo grave que es el daño.
Las consecuencias de las redes sociales se extienden más allá de los niños. Según Palihapitiya, los “ciclos de retroalimentación a corto plazo impulsados por la dopamina” que han creado estas empresas están “destruyendo el funcionamiento de la sociedad” al propagar información errónea y “falsedades”.
Como dijo Parker, las redes sociales “cambian literalmente la relación con la sociedad, y entre nosotros”. No es mera especulación: las redes sociales han demostrado ser un “motor de polarización” y una poderosa herramienta para incitar a la violencia.
Parker sabía que estaba trabajando para cultivar la adicción, al igual que el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg; el cofundador de Instagram, Kevin Systrom; y otros como ellos.
Según Palihapitiya, aunque él y sus colegas se decían a sí mismos que no sucedería nada malo, sabían “en el fondo de su mente” que sí sucedería.
Pero las recompensas aparentemente eran demasiado grandes como para renunciar a ellas: cuanto más adictas fueran las personas a sus plataformas, más datos de usuarios podrían recopilar sus empresas, y más dinero ganarían vendiendo anuncios altamente personalizados y dirigidos.
La idea de que las empresas de redes sociales se controlarían a sí mismas siempre fue una ilusión: los modelos de negocios de estas empresas se construyen violando derechos básicos.
Por eso, todos los países que realmente quieren cumplir con su responsabilidad de proteger a su gente —y a la comunidad internacional en general— deben trabajar mancomunadamente para construir y hacer cumplir un nuevo marco regulatorio para estas plataformas. El primer paso es seguir el ejemplo de Australia y aumentar los límites de edad para su uso.
Peter G. Kirchschläger, profesor de Ética y director del Instituto de Ética Social en la Universidad de Lucerna, es profesor visitante en el ETH Zurich.