La prudencia es la primera virtud según la tradición filosófica clásica. Se le conocía como la auriga virtutum. El auriga en la antigua Grecia era el conductor que sostenía las riendas de una cuadriga. Gobernaba los caballos en las carreras.
Auriga de Delfos es una bella obra de arte que lo representa. La virtud de la prudencia dispone a la persona a discernir en toda circunstancia el bien y a elegir los medios para alcanzarlo. Sus actos son el el juicio sobre las acciones adecuadas y el mandato para realizarlas.
Toma en cuenta la memoria del pasado, el conocimiento del presente y la previsión de las consecuencias de las decisiones.
La prudencia tiene tres actos según los filósofos. Deliberación (pensar qué es lo que se debe hacer), juicio (decidir qué es lo que se va a hacer) e imperio (hacer lo que se ha decidido que se tiene que hacer).
Se puede ser imprudente por impremeditación (falta de deliberación), por indecisión (no decidir lo que se tiene que hacer) y por inconstancia (cuando no se pone en práctica aquello que se ha decidido).
El imperio es quizás el acto más decisivo de la prudencia. El más difícil muchas veces. La negligencia y la omisión no son actitudes prudentes. Decía William Shakespeare, en su obra Julio César, que los cobardes mueren varias veces antes de expirar. El valor, la sagacidad y la audacia acompañan a la prudencia.
Sin embargo, existe otra actitud ligada a la prudencia para los griegos: la eubulia. El arte de deliberar con cuidado. La cualidad de pedir consejo. De saber escuchar. Un hábito asimismo saludable en la toma de decisiones.
Se dice que el primer paso de la prudencia es el reconocimiento de la propia limitación: la virtud de la humildad. Sócrates es quizás el personaje más enigmático de toda la historia de la filosofía. No escribió nada en absoluto. Sin embargo, es uno de los filósofos que más influencia ha ejercido en el pensamiento europeo.
Lo conocemos a través de Platón, quien fue su alumno. Sócrates dijo que solo sabía una cosa: que no sabía nada. Pasó la mayor parte de su vida por calles y plazas conversando con la gente con que se topaba. No se consideraba una persona sabia o instruida.
Se hacía el ignorante muchas veces. Hacía preguntas a su interlocutor cuando veía fallos en su propio razonamiento. Lograba así que utilizara su sentido común y encontrara sus propias respuestas. Pensaba que el verdadero conocimiento tenía que salir de cada uno. No debía ser impuesto por otros.
Al contrario de los sofistas, él pensaba que la capacidad de distinguir lo que es correcto y lo que no lo es se encontraba en la razón y no en la sociedad. Señaló toda clase de injusticias y abusos de poder. Pensaba que era imposible ser feliz si uno actuaba en contra de sus convicciones.
Fue llevado a juicio por la ciudad de Atenas, acusado de pervertir a los jóvenes y alejarlos de los dioses. Se le dio a elegir entre renegar de sus ideas o ser condenado a beber la cicuta. Eligió la muerte antes de traicionar su propia conciencia. Su propia verdad.
Los modelos más que las reglas o normas nos ayudan no solo a pensar, sino también a actuar. El ejemplo de otros. La verdad tiene más que ver con la convicción que con la convención. Es rebelde y quizás por ello su libertad desconcierta y seduce. La verdad no condiciona, más bien libera. Una libertad condicionada es una contradicción.
No sorprende que existan verdades incondicionales portadoras de una gran fuerza vinculante. La dignidad humana es una de ellas. Verdades que no son hijas del orden social reconocido o de las valoraciones u opiniones mayoritarias. Sencillamente nacieron antes.
Siempre he pensado que las personas humildes tienen una gran sabiduría. Una persona sencilla puede ser sabia porque comprende su vida, su valor y su identidad. Puede, por tanto, comportarse de forma más ética y prudente. Por la senda de la humildad se va a todas partes, sobre todo, a la felicidad.
La autora es administradora de negocios.