Leyendo el artículo “Pueblitos fantasma” de Jorge Vargas Cullel, publicado en estas páginas de Opinión el pasado jueves 19 de enero, donde se analizan las limitaciones y pocas oportunidades para los pobladores de territorios rurales de Costa Rica, sus repercusiones demográficas y de acceso, me fue imposible no intentar hacer un recuento de las decisiones políticas y económicas que han generado esta situación.
El desempleo, la pobreza, el despoblamiento y el crimen organizado que viven nuestros poblados rurales son una vergonzosa realidad, arrastrada durante décadas, y las políticas públicas han sido insuficientes y poco integradoras para atender la “nueva ruralidad”, concepto que, según el economista Cristobal Kay, nació en la década de los noventa, adoptado por la academia, instituciones multilaterales y ONG, pretendiendo ser un término “paraguas” para tratar el tema más allá del agro y la ganadería, después de la implementación neoliberal.
Costa Rica no fue la excepción, se pusieron en práctica políticas públicas que venían a hacer de “paraguas” ante la compleja realidad. Por ejemplo, la trasformación del Instituto de Desarrollo Agrario (antes ITCO) a Instituto de Desarrollo Rural.
También las políticas sociales en muchas instituciones pasaron de ser del tipo universal (para todos) a ser más focalizadas y dirigidas a sectores específicos, y, por ende, disminuidas en materia presupuestaria, alcance e impacto.
Abandono. Justamente en este viraje, instituciones primordiales para el desarrollo de la producción rural y la independencia económica de los habitantes, como el CNP, el MAG e Incopesca, no solo perdieron margen de maniobra, sino también preponderancia en el debate público.
Los últimos informes del Estado de la Nación evidencian cómo en Costa Rica se dejó de pensar en las áreas rurales como zonas de producción, desarrollo humano y repartición de la riqueza. Porque, efectivamente, no existen espacios vacíos; la no planificación produce espejismos de desarrollo, como la industria de los monocultivos de piña o la megainversión hotelera en la costa Pacífica, donde, pese a la generación de algunos empleos, la desigualdad y los daños socioambientales crecen, al igual que las “salidas fáciles”, como el blanqueo de capital y las redes de narcotráfico, ubicadas en nuestras costas y pueblos.
El acompañamiento y asistencia de universidades públicas, fundaciones y ONG con programas y proyectos frente a muchos de los problemas han sido claramente insuficientes, pese al profesionalismo y esfuerzo.
Tenemos que aceptar que como país hemos fallado, pero también tener claro que no existen salidas fáciles, ni recetas mágicas.
La heterogeneidad rural exige un trabajo detenido y planificado. Poco haríamos dejando por la libre la creación de pymes, emprendimientos, accesos financieros y la formación.
Ajustar la realidad. Considero que el Estado tiene la obligación de dirigir nuevas pautas para la recodificación e impulso de las regiones, cambiando, si fuese necesario, la división geográfica. Un plan que piense y trabaje el impulso a la producción nacional y la atracción de inversión con equidad.
En tiempos de incertidumbre en la economía global, tenemos la obligación de ordenar la casa, no podemos darnos el lujo de tener “pueblos fantasma”, ni que el permanecer en el cantón natal sea para cientos de miles de jóvenes una sentencia de rezago en vez de un espacio de oportunidades.
El autor es asesor legislativo y estudiante de sociología.