¿Qué es la verdad? ¿Qué es la belleza? Dos grandes preguntas que el ser humano se formula a lo largo de la historia. En el origen de Occidente encontramos tres valores sobre los que se construye la civilización: la verdad, el bien y la belleza. Se dice que cuando se carece de alguno de ellos, las sociedades decaen porque decaen las personas.
Pensadores como Sócrates, Hipatia de Alejandría o Tomás de Aquino encontraron en la belleza una forma de responder a estas grandes interrogantes del ser humano. Para Aristóteles, lo bello es lo valioso por sí mismo, no por su utilidad. Algo que está dentro de la esencia de las cosas. La belleza hay que descubrirla, pero se necesita una mirada en la cual no esté presente la rutina, el acostumbramiento o la prisa. Se requiere una actitud contemplativa. Una actitud de apertura a lo trascendente.
Contemplar tiene su raíz en con-templum, palabra que designaba una plataforma situada delante de algunos templos paganos desde la cual se escrutaba el firmamento. De ahí el verbo contemplari (“mirar lejos” o escrutar el horizonte). Contemplar es elevar la mirada. Acoger el presente. El pensamiento necesita reposar para admirar.
Para los griegos, el concepto de belleza no consideraba solo el exterior de las formas, la armonía del cuerpo, sino también la belleza del alma. Este pensamiento clásico afirmaba que la belleza es esplendor o resplandor de la verdad y el bien.
Ya en el Siglo de Oro decía Miguel de Cervantes en su obra Persiles y Segismunda: “La hermosura que se acompaña con la honestidad es hermosura, y la que no, no es más que un buen parecer”.
Para que haya auténtica belleza, tiene que haber una verdad detrás. Las manifestaciones de sinceridad, lealtad, amistad, consuelo, servicio, solidaridad son manifestaciones de belleza. Tienen raíces interiores. Quizás la mayor obra de arte y de belleza es el amor de una madre.
Todos necesitamos belleza para vivir. La belleza es un asunto urgente. Dostoyevski en El idiota escribió que “la belleza salvará al mundo”. La belleza une. Nos une el asombro. Nos une el crecimiento en las virtudes, la educación académica recibida, el cuidado del lenguaje y de las formas en las palabras, actitudes y gestos.
Nos une el trabajo manual o intelectual. Muchos estamos convencidos de que, cuando se eleva la estética, es decir, el sentido de la belleza, se eleva la ética. Cuando el lenguaje y la presencia no cuidan las formas, nos vamos deteriorando como personas y sociedad. Nos vamos fragmentando.
Para los griegos, la belleza es el orden de las cosas. Si cae la verdad, se abre paso a la mentira que conduce muchas veces a la corrupción. Si cae la bondad, caerá posiblemente la solidaridad. Nos encerraremos en una estéril cultura individualista. Si cae la belleza, lo vulgar y lo frívolo nos pueden hacer frágiles y socavar nuestra esperanza.
La belleza debe estar asimismo presente en los espacios públicos, en las ciudades. Una ciudad o comunidad que no se cuida, decae. Abre sus puertas a la violencia y a la delincuencia. El abandono deteriora las cosas y a las personas. Qué certera la afirmación de Nietzsche: “Todo lo feo debilita y deprime al hombre. Le sugiere la decadencia, el peligro, la impotencia”.
La belleza está muy lejos de ser algo light. Es una forma de ver y sentir el mundo, sobre todo, de vernos a nosotros mismos a través de una mirada distinta. Una mirada interior. Deberíamos vincular la educación a este ideal tan profundo, porque cuando no cuidamos la belleza, la armonía y el orden de las cosas, empezamos a perdernos como personas.
La belleza no es algo epidérmico, periférico o superficial. No es exhibicionista. Tiene la elegantia, la cualidad del que sabe extraer lo mejor. Dejemos atrás la era Barbie. Para vinos nuevos, copas nuevas. ¡Recuperemos la ilusión por la auténtica belleza! ¿Ser o parecer? ¡Esa es la cuestión!
La autora es administradora de negocios.