El mundo necesita un Fondo Monetario Internacional eficiente. Los países se han endeudado enormemente después de la pandemia y el riesgo de nuevos shocks aumenta en tanto el mundo se recalienta y surgen nuevos agentes patógenos.
El proteccionismo (a veces encubierto por intereses de seguridad) está en aumento, obstaculizando las vías tradicionales de desarrollo. Mientras las economías se tambalean, nadie quiere absorber a las personas desesperadas que se enfrentan a selvas tupidas o se suben a embarcaciones desvencijadas y abarrotadas en busca de medios de vida dignos.
Necesitamos un intermediario honesto que ayude a los países a negociar reglas justas para el intercambio internacional (incluidas, en lo inmediato, reglas sobre subsidios), que denuncie a los infractores, que critique las malas políticas y que intervenga como prestador de último recurso para los que se encuentren en apuros.
Desafortunadamente, el FMI, a pesar de la alta calidad de sus directivos y de su personal, está cada vez peor posicionado para llevar a cabo esas tareas.
Los problemas de la institución residen en su gobernanza anacrónica. La mayoría de las decisiones clave, entre ellas las relativas a los préstamos a los países, son tomadas por la junta ejecutiva del Fondo, donde los miembros del G7 ostentan la mayor parte del poder.
Estados Unidos ejerce un veto de facto y el poder de voto de Japón supera al de China, cuya economía empequeñece a la de Japón. El porcentaje de votos de la India es mucho menor que el del Reino Unido o el de Francia, aunque su economía es mayor y crece a un ritmo más acelerado que ambas.
Como las antiguas potencias dominantes del mundo se niegan a ceder, la subrepresentación de las economías emergentes de rápido crecimiento persiste. Al mismo tiempo, ya no es tan claro que las antiguas potencias siempre tengan presente el interés global.
En la era de posguerra inmediata, se podía confiar en que Estados Unidos, como única superpotencia económica, hiciera cumplir las reglas de juego y, en general, se mantuviera fuera de la contienda, pero a medida que fueron creciendo sus temores a verse superado, pasó de árbitro a jugador. Alguna vez defensor de la idea de que la apertura beneficia a todos, cada vez más quiere la apertura solo según sus propios términos.
También es probable que se deteriore la calidad de las decisiones de préstamo del Fondo. Siempre que el Fondo otorga préstamos, es natural que los países con buenos contactos y problemas económicos tiendan a obtener más ayuda en condiciones más beneficiosas.
Si bien siempre ha habido influencias políticas en los préstamos del Fondo, en el pasado había más posibilidades de que tuvieran éxito gracias a la ayuda externa de miembros poderosos de la junta. Pensemos, por ejemplo, en la crisis de México de 1994, en la que Estados Unidos aportó un porcentaje considerable del paquete de rescate.
Ahora que los recursos fiscales son escasos, inclusive en el G7, el FMI cada vez más tendrá que arriesgar su capital ya que los miembros poderosos de su junta, con relativamente poca participación en el juego, dirigen los préstamos hacia amigos y vecinos. Peor aún, este trato especial tal vez ni siquiera ayude a los receptores de los préstamos, muchos de los cuales necesitan amor duro.
En resumen, la estructura de gobernanza del FMI perjudicará cada vez más la labor de la institución. Ahora bien, ¿la redistribución de las cuotas de voto del FMI para reflejar la actual distribución del poder económico no conducirá al caos? ¿China no bloqueará los préstamos a cualquier país asociado al G7 y viceversa? ¿No es mejor una gobernanza disfuncional que la parálisis absoluta?
Tal vez, razón por la cual cualquier reforma que afecte el poder de voto de los países debería estar acompañada de un cambio fundamental en la gobernanza del FMI. La junta ejecutiva ya no debería votar sobre decisiones operativas, entre ellas los programas de préstamo individuales. Por el contrario, los altos directivos del Fondo deberían tener rienda suelta para tomar decisiones operativas para beneficio de la economía global, y la junta debería fijar directrices amplias y examinar periódicamente si se han cumplido.
Más concretamente, la junta ejecutiva debería convertirse en una junta de gobernanza, como pasa con las corporaciones. Fijaría el mandato operativo de la organización, nombraría y cambiaría a los directivos y supervisaría el desempeño general, pero no controlaría las decisiones del día a día. Todas las decisiones operativas deberían despolitizarse.
Eso es lo que John Maynard Keynes habría preferido ver en el momento en que se fundó el Fondo. Por temor a una indebida influencia de Estados Unidos, propuso una junta no residente, lo que en aquellos días de malas comunicaciones y viajes a vapor implicaba una junta no ejecutiva y una dirección con poderes.
Existen algunas objeciones previsibles para esta propuesta. La primera es que los países poderosos se negarán a comprometer los recursos de sus contribuyentes con el Fondo a menos que puedan ejercer un control total del uso que se les dé. Pero esto es precisamente lo que las potencias dominantes del tablero ya esperan que haga el resto del mundo. Lo que es bueno para el ganso…
Otra objeción es que las potencias emergentes como China tal vez no estén de acuerdo con un cambio en la estructura del Fondo ahora que ellas mismas están a punto de adquirir poder. Pero si ellas no aceptan algún cambio, tampoco lo harán las viejas potencias. La reciente 16 Revisión General de Cuotas apenas introdujo modificaciones en la distribución del poder de la junta. Debemos esperar más de lo mismo a menos que las viejas potencias y las potencias emergentes lleguen a un gran acuerdo.
Por último, a los países les incomodaría que los recursos fiscales fueran gastados por directivos no elegidos que podrían ser insensibles a las necesidades de la población del mundo. Pero las consideraciones políticas seguirán incidiendo.
Los directores de la junta, nombrados por los gobiernos, designarán a los altos directivos del FMI y les darán amplias órdenes de actuación, con base en las valoraciones políticas de sus gobiernos. Por ejemplo, las reglas que rigen los préstamos pueden volverse más laxas si los directores lo consideran apropiado.
La diferencia es que las normas se aplicarán de forma uniforme en todos los países. Los amigos poderosos de los necesitados seguirán ayudando, pero tendrán que hacerlo por fuera del programa del Fondo, en lugar de saltándose las reglas.
Ocho décadas después de la creación del FMI, el mundo puede, y debe, buscar un gran acuerdo para reformar su estructura de gobernanza y enfrentar los nuevos desafíos que vayan surgiendo. La alternativa es hacer poco y ver cómo la institución se desdibuja hasta volverse irrelevante.
Raghuram G. Rajan, exgobernador del Banco de la Reserva de la India y economista jefe del Fondo Monetario Internacional, es profesor de Finanzas en la Escuela de Negocios Booth de la Universidad de Chicago y coautor (junto con Rohit Lamba) de Breaking the Mold: India’s Untraveled Path to Prosperity (Princeton University Press, May 2024).
© Project Syndicate 1995–2024