El Plan Estratégico Nacional (PEN) fue concebido como un instrumento de planificación para períodos no menores de 20 años, debe expresar objetivos, políticas, metas y lineamientos para alcanzar la visión del futuro desarrollo del país y constituir el marco de referencia de otros instrumentos cuatrienales o quinquenales, como el Plan Nacional de Desarrollo (PND).
A pesar de semejante propósito, ninguna administración lo ha formulado, desde que nació a la vida jurídica en el 2013. No es de extrañar, entonces, la ruptura programática que exhiben los sucesivos PND —incluso si el partido en el gobierno se mantiene cuatro años más—, el clamoroso cortoplacismo de las políticas públicas, la irrelevancia de los planes regionales y cantonales y su divorcio de los nacionales, así como los confusos, inoperantes y efímeros órganos de coordinación intragubernamentales, las rectorías sectoriales pintadas en la pared, el debilitamiento progresivo del rol del Mideplán, el desprecio por la planificación y la cultura de la improvisación que sazona la gestión de lo público.
La inexistencia de un plan a largo plazo no es la causa del problema, sino su manifestación. La clase política ha fracasado en su responsabilidad histórica de convocar un acuerdo nacional sobre el desarrollo del país, y se ha conformado con administrar una crisis que se torna crónica desde el colapso del Estado desarrollista, hace ya cuarenta años.
Pero todo cambio de gobierno suele traer consigo expectativas de mejora integral, y entonces está por verse el arrojo de la administración entrante para repensar el camino, para convocar, dialogar y acordar una hoja de ruta a largo plazo como manda la ley.
Tiene la oportunidad de inaugurar nuevos métodos de construcción del PND, sustrayendo el monopolio de la formulación de la institucionalidad —lo más cómodo— y haciendo partícipes a los diversos sectores sociales y productivos en ejercicios que trasciendan la mera consulta de lo que ya está cocinado.
Tiene la responsabilidad de reformar el Reglamento Orgánico del Poder Ejecutivo y simplificar la maraña de consejos y redes de coordinación que quitan eficacia a la acción del gobierno; reforzar las rectorías mediante la asignación de competencias sustantivas y músculo político; y suprimir las competencias asignadas sin sustento legal a numerosos órganos asesores y ministerios sin cartera.
Tiene el desafío de revisar y refundar la planificación del desarrollo regional, en procura de revertir las crecientes brechas entre el centro del país y la mal llamada periferia, objetivo que no se alcanzará con las medidas aisladas que escuchamos en la campaña electoral —como llevar zonas francas a las costas—, sino encadenando esfuerzos, iniciativas y políticas públicas pensadas, definidas y plasmadas en planes de acción.
Se trata de procurar nuevas formas de gestionar el desarrollo humano a través de la programación.
El autor es politólogo.