Rodolfo Cerdas Cruz fue un gran político y un gran intelectual. Pero, además, considero que hay una faceta muy importante que merece y quiero compartir con todos los que lo conocieron: ¡también fue un gran padre!
Me enseñó a amar la naturaleza y sobre todo a nunca perder el sentido de la admiración. En cosas que para muchos podrían pasar desapercibidas y parecerles cotidianas, él me hacía descubrir detalles que las hacían maravillosas. Recuerdo que, cuando yo estaba muy pequeño, me dijo que esa tarde nos íbamos a convertir en extraterrestres que por primera vez venían a explorar la Tierra; nos sentamos horas a observar las características de un gallo que pasaba por ahí, su frondoso plumaje, la tonalidad de sus colores, su espolón, la forma de caminar, su galanteo con las gallinas, su majestuosidad, los detalles del pico y la cresta, y tantas cosas más que ahora, como profesor de ciencias que soy, valoro toda la formación que me estaba dando.
Me enseñó a ver la vida tal cual es, a razonar y a analizar sobre esa dialéctica presente en la naturaleza que es la que, fría y duramente, permite la vida en el planeta. Una vez, en mi época de kínder, estábamos viendo unos venaditos y comenzó a bromear sobre un hipotético tigre que estaba acechándolos detrás de unos árboles. Yo, por supuesto, inmediatamente me puse del lado de los venaditos. La gran enseñanza fue cuando serio, pero amorosamente, me dijo: “El problema, hijo, es que ese tigre tiene unos hijitos tigres esperando en la cueva donde viven, y si no les lleva el alimento, se morirán de hambre”. ¡Qué nudo se me hizo en ese momento en la cabeza, pero me formó! Fue una gran enseñanza pragmática de lo que es dialéctica vital.
Ética y amistad. Con él aprendí que los valores éticos y morales no son algo abstracto, sino que deben vivirse y aplicarse día a día, incluso y muy especialmente con quienes decían ser nuestros enemigos. Siempre me inculcó que estar en desacuerdo sobre un tema no significa necesariamente llevarlo a un plano personal y destruir las relaciones de amor y cariño que existen entre las personas.
Por ello nunca tuve ningún problema durante mi época de secundaria con mis dos mejores amigos, cuando por aquellos años yo pertenecí al Partido Frente Popular Costarricense; uno militaba en el Partido Socialista y el otro en el Movimiento Costa Rica Libre.
Papá siempre me formó como un ser humano con principios e ideas firmes, pero respetuoso de otras formas de pensamiento, muchas veces muy diferentes a las mías. Gracias a él, he disfrutado de conversaciones interesantísimas con amigos católicos, mormones, bahá’i , judíos, evangélicos y musulmanes. Así, junto a mi padre y desde nuestra visión de la naturaleza y del universo, conocí decenas de bellas iglesitas en los diferentes pueblos que recorrimos juntos por toda Costa Rica.
Esa enseñanza por el respeto a los demás también se extendía a otras muchas esferas del ser humano. Con él aprendí a darle la mano con igual respeto y dignidad a un presidente o a un campesino, a un ministro o a un obrero. Recuerdo un día, cuando papá era diputado, pasamos en automóvil por el parque Morazán y, al dar una vuelta, observamos cómo otro auto golpeó el carretillo de un hombre mayor que limpiaba los caños. El carretillo se volcó y la basura quedó derramada por todos lados. El auto siguió su camino sin parar. Mientras yo miraba la cara de frustración de ese pobre hombre, mi padre estacionó el automóvil a un lado, y me dijo: "¡Vení conmigo, vamos a ayudarle!" .Todavía lo recuerdo cuando se quitó su saco y su corbata, se arrolló las mangas y nos pusimos a juntar basura en el puro centro de San José. Al final, terminamos todos tomando café con leche y comiéndonos unos “arreglados”.
Fuerza de la razón. Pero de las cosas más importantes que me enseñó, fue la fuerza imbatible que tiene un argumento razonado. Papá no daba órdenes. Argumentaba por qué debía hacerse esto o aquello. Siempre tuvo la paciencia de explicarnos todo. Lo positivo de ello es que, al final, las cosas siempre se hacían por convicción y no por miedo. Además, sabía el momento justo para hacerlo. Nunca supe lo que fue un castigo físico o una imposición.
Siempre y desde muy pequeño, me trató con respeto, reconociendo la capacidad que tiene todo ser humano para razonar inteligentemente. Por ello no me extraña que, cuando yo tenía cuatro años, con mucha paciencia y argumentos razonados, me convenciera para que colaborara con el microbiólogo sin hacer ningún problema, porque durante muchas semanas debían tomarme diariamente muestras de sangre, por la tifoidea que padecí.
Mi padre fue excepcional en todo sentido. Doy gracias a la vida por brindarme la dicha de desempeñarme como padre de familia, como profesor de secundaria y como asesor nacional de Educación; por medio de estos roles yo puedo hacer trascender miles de enseñanzas positivas que me legó. Sé que mis hermanos, Ligia, María y Luis, al igual que yo, tenemos muchas más anécdotas que contar. Pero humilde y orgullosamente, podemos afirmar que, definitivamente, fuimos privilegiados. Gracias, papá.