Vengo de enterrarlo. Hasta el alma me pesa. Era uno de esos escasos amigos que, a lo largo de los años, adquieren una especie de derecho fraterno, de autoridad moral, de espacio, tiempo y atribuciones imprescindibles. Samuel Rovinski estuvo siempre ahí en los acontecimientos importantes de mi existencia en los últimos cincuenta años. Ahí. Siempre ahí junto a esa gran mujer, Sarita: su compañera de la vida, madre de sus tres hijos, amiga entrañable de Daisy, la mía: “La Propia”, como diría Magón.
Samuel Rovinski era un gran señor. Un noble hidalgo de origen judío. Un amigo de primera fila. Pero debo ponderar primero su brillante condición de intelectual costarricense: hombre estudioso, observador sereno, de juicio certero y proporcionado. En su temprana juventud se fue a México y se hizo ingeniero civil. Retornó a la patria y estableció una exitosa empresa constructora. Lo conocí cuando, en los años cincuenta, el ingeniero Rovinski llegaba a comprar materiales de construcción a nuestra empresa familiar en La Uruca. Conversando con él, descubrí, entre otras cosas, no solo su solidez profesional, sino que era además poseedor, como intelectual, de una intensidad inesperada. Samuel era notablemente consistente, bien orientado y le atraían, con persistencia, la literatura y el teatro.
Un hombre superior. Esa energía vital y su genuina curiosidad por las artes y las letras me hicieron considerar y respetar siempre a Samuel Rovinski como un hombre superior. Pertenecía a una especie casi agotada, de noble estirpe y de respeto por los demás. Ahí comenzó nuestra amistad, que se prolongaría por el resto de su vida y seguirá conmigo el resto de la mía. Su convicción y su interés por el teatro nos acercaron aún más porque fue, en esos años, en esa época justamente, cuando los del Arlequín comenzamos a hacer teatro.
¡Qué extrañas e inescrutables las vueltas y revueltas de la vida! Ahora comienzan las nostalgias y los recuerdos para aceptar y mitigar su ausencia. Ahí estaban, velando a Samuel, sus colegas dramaturgos Alberto Cañas y Daniel Gallegos. Ellos constituyeron el que fue el trío inseparable y amigo, el insuperable trío de autores dramáticos más sólido que ha conocido la historia de nuestra literatura teatral: Alberto Cañas, Daniel Gallegos y, el ahora ausente, Samuel Rovinski.
Amplia en número y fecunda en contenido e imaginación es la obra literaria de Samuel. Desde cuentos, cuentos largos y cuentos cortos, ensayos, novelas y obras de teatro de alcances imponderables. Al ser como fue, un ávido lector, su panorama era de fronteras muy dilatadas: un escritor sólido, fluido y perspicaz. La estructura de sus obras para la escena expone, al que las lee o al que las ve como espectador, a los conflictos creados por un dramaturgo de gran oficio. Tengo muy presente la intensa emoción que logró en la que posiblemente sea una de las mejores de sus dieciséis obras teatrales, estrenada en el Teatro Nacional en 1980: La víspera del sábado . Obra dramática íntima con ecos de su vida familiar durante su infancia.
Gran éxito popular. Y ¿quién no se acuerda del tremendo éxito popular que tuvo su celebérrima pieza cómica Las fisgonas de Paso Ancho? Cada vez que se monta, desborda las salas de un público que sabe que va a divertirse. Recordemos también lo que significó para Costa Rica el estreno en la ciudad de Nueva York de su drama El martirio del pastor, en 1983. El New York Times le dedicó media página con fotografía de una escena. El martirio del pastor tuvo, asimismo, un singular éxito en su temporada de estreno en Costa Rica, en 1982. Samuel siguió escribiendo ensayos, cuentos y teatro casi hasta el final de su vida.
¡Qué nostálgico recorrido podemos hacer al evocar su presencia física, su personalidad, su devoción por las artes y las letras y su talento como escritor! Samuel Rovinski, aquel gran hombre, esposo, padre y abuelo, aquel gran señor, aquel gran amigo, nos deja una herencia trascendente: la responsabilidad de ser quien fue y su creación literaria.