Un día me di cuenta de que debatir con usuarios de Facebook no tiene sentido. Yo no salgo a la calle y debato con desconocidos sin argumentos sobre temas como la política, la libertad y los derechos, como para hacerlo en las redes sociales. Adopté como regla general alejarme de esos pseudoforos, donde los “todólogos” hacen alarde de sus cualidades. Sin embargo, ante la orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte-IDH) de reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo, decidí apartarme de mi regla y conocer un poco más de dónde provenía el rechazo de un ser humano al reconocimiento de los derechos de otro.
He de admitir que la experiencia fue lamentable, y tan llena de odio, que incluso mi matrimonio civil heterosexual sin hijos se convirtió en fuente de la ira de muchos. Leí comentarios cargados de odio hacia el matrimonio para la no reproducción humana, de adoctrinamiento religioso con su obvia explicación de cómo todos quienes opinan diferente van a ir al infierno, de ideas falsas y erróneas (que en Europa es ilegal este tipo de matrimonio, que la homosexualidad nunca ha sido estudiada por la ciencia, pues es una elección relativa y nace de un “lavado de cerebro” por la “ideología de género”) y otras tantas reacciones que harían al mismísimo Dante incluir varios círculos en el infierno para los que, en nombre de su creador, se levantaban con una verdad única y divina.
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Ofensas. Cuando osé corregir a alguno de los usuarios sobre sus afirmaciones basadas en falsedades, fui tachada de ignorante, “tipeja”, “energúmena” y “violenta”. Una usuaria afirmó, con seguridad absoluta, que yo consideraba a Dios un “hippie bonachón que permite las orgías”.
Tengo la certeza de que una persona que sale a las redes sociales a atacar con violencia a quien opina diferente necesita crear un enemigo para seguir las reglas de Maquiavelo sin que esto le sume absolutamente nada en su vida.
Respeto a quienes comparten mensajes de sus líderes religiosos, a quienes citan pasajes de amor y comprensión, pero me desconciertan quienes detestan al distinto. ¿Qué mensajes se estarán lanzando por medio de las redes sociales o cadenas de WhatsApp que alientan a un grupo a comportarse iracundo frente al otro? ¿Cuándo el mensaje del amor y la misericordia de Dios como algo inagotable muta en un ataque soberbio?
Como persona que intenta ser respetuosa de las creencias del resto (no juzgo para no ser juzgada), no logro comprender por qué otro ser humano me juzgaría por defender el derecho de mi prójimo.
Debate sin calidad. Después de decirles a aquellos que con tanto odio me respondieron, que si necesitaban hablar podían contar conmigo, que la educación es necesaria para comprender cómo la recomendación de la Corte-IDH tiene un valor innegable en un Estado de derecho, que las ofensas únicamente bajan el nivel del debate, que yo no quería “ganar” si no entender de dónde proviene la opinión del otro, que el odio y la violencia están muy alejados de lo que enseña la religión y de tenderles una mano para que pudiésemos comprendernos en nuestras diferencias, me alejé de la zona de comentarios.
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Hice un análisis sobre todo lo estudiado acerca de la Santa Inquisición. Recordé algunos de los pasajes que las monjas me enseñaban en el colegio y solo despertaban cuestionamientos en mi cabeza. Pensé en mis familiares y amigos sumamente religiosos que encuentran paz en su espiritualidad. Reafirmé mi respeto por las decisiones y costumbres del otro y la libertad del ser humano a elegir qué camino tomar. Y sufrí por cómo algo que debería ser alimento para el corazón se convierte en el fuego que transforma la calma en tempestad…
Hasta que escuché a mi sobrina de tres años decir en su rezo previo al sueño: “Diosito, gracias porque nos amamos y nos cuidamos”. En ese instante recuperé la esperanza en el futuro, en la justicia y en lo que realmente importa: el amor.
La autora es periodista y odontóloga.