La segunda ronda electoral es un mecanismo virtuoso porque permite a la ciudadanía hacer la elección de la nómina presidencial más democrática e informada posible.
Es la única forma de resolver una elección por mayoría en la que se garantiza que la decisión sea del electorado y no de sus representantes (como ocurría antes); que el ganador lo sea con un alto porcentaje de votos válidamente emitidos (no ocurre en los sistemas de mayoría simple); y que el elector cuente con información sobre cuáles son las dos principales opciones en disputa.
Esto último, principalmente, en casos como en las tres últimas elecciones, en que la gran cantidad de candidaturas y la inestabilidad de las tendencias de apoyo hacen casi imposible vislumbrar, con base en los estudios de opinión, entre quienes, realmente, se está eligiendo.
La segunda ronda electoral es el mecanismo en que el elector sabe a ciencia cierta no solo por quién podría votar, sino también quién sería la opción que podría resultar elegida si su preferida carece del apoyo necesario.
El mecanismo protege el derecho del votante a ejercer el sufragio estratégicamente, dándole la oportunidad de votar sabiendo también cuál opción tiene mayores posibilidades de impedir que la que más rechazo le genera salga elegida; una razón legítima en cualquier elección humana y para la que es deseable tener información.
Esa información solo la provee la segunda ronda electoral. Otros mecanismos pueden ser más rápidos y económicos, pero en los procesos democráticos el valor fundamental por proteger es el derecho de las personas a contar con la mayor cantidad de elementos de juicio para decidir.
Paralelo a lo anterior, relativo a las virtudes de la segunda ronda, se han expresado razonables preocupaciones en torno a los tiempos en Costa Rica para la realización, bajo la consideración de que cuando debe verificarse —lo que cada vez es más frecuente— el ganador tiene poco tiempo para conformar sus cuadros de gobierno y, ahora, definir iniciativas legislativas para proponer al Parlamento.
La preocupación es válida y se basa en datos objetivos. La distancia de dos meses entre rondas es la más extensa de la región, compartida solo por Bolivia y Guatemala (aunque en esta última puede reducirse a 45 días).
Hay países que la fijan un mes y medio después de la primera ronda, como Ecuador y República Dominicana. Argentina, Chile, Uruguay y Perú, un mes después.
En Colombia es más rápido: tres semanas después, pero están El Salvador y Brasil, donde la segunda se lleva a cabo en un mes y 20 días, respectivamente, a partir de la declaratoria de resultados de la primera ronda.
La distancia de dos meses fue definida en 1949. Cuando en 1926 Costa Rica adoptó el mecanismo de la segunda ronda, esta quedó desde el principio fijada para el primer domingo de abril, pero la primera ronda se celebraba el segundo domingo de febrero, con un lapso de 7 semanas entre una y otra.
Estas comparaciones, para ser útiles, deben considerar otros datos igualmente objetivos sin los cuales el dato de la distancia temporal aislado puede llevar a conclusiones precipitadas.
Los procesos electorales costarricenses lideran, no en América Latina, sino en el mundo, las mediciones de integridad electoral, como la del Democracy Integrity Project, debido a la excepcional robustez y rigurosidad de los controles cruzados que garantizan la pureza del sufragio.
Se trata de medidas que se implementan desde la impresión de las papeletas hasta el conteo, pasando por una procelosa y constantemente registrada cadena de custodia del material electoral. Resguardos que consumen tiempo.
Entre esos controles destaca uno que suele llamar la atención de los observadores internacionales: el escrutinio definitivo, la revisión y calificación pormenorizada (y eventual recuento) del material electoral a cargo de los magistrados, bajo la mirada atenta de los fiscales partidarios.
La práctica internacional es otra: el único conteo es el llevado a cabo en las mesas de votación y la autoridad electoral central totaliza solamente los resultados consignados en actas por cada una de esas miles de mesas.
Muy excepcionalmente se recuenta una mesa por impugnaciones debidamente fundamentadas. Esa es la razón por la que en Panamá, por ejemplo, las papeletas ni siquiera regresan al organismo electoral, las destruyen la noche de la elección, bajo el dicho popular “acta mata voto”.
Aquí no. Todo el material, incluso las papeletas sobrantes, regresan al TSE para la revisión tula por tula, en la que todos los números deben cerrar y ser consistentes con los registros hechos por los miembros de mesa, para que pueda ratificarse o rectificarse, en presencia de los fiscales partidarios, los resultados de cada junta receptora.
Este insólito blindaje electoral le toma al TSE para la papeleta presidencial de dos a tres semanas de ardua labor. Eso, a pesar de que el legislador estableció en el Código Electoral un plazo de 30 días, y esto a pesar de que, como mecanismo, fue pensado para un padrón que a mediados del siglo XX no llegaba a los 300.000 electores y no había voto en el extranjero, derecho humano de nuestros compatriotas en el exterior que también incide en los tiempos del escrutinio, porque el material de las regiones más alejadas tarda entre 10 y 15 días en regresar al país.
De modo que el escrutinio definitivo es muy trabajoso, pero permite a los partidos cerciorarse de la pulcritud del trabajo hecho en las mesas de votación, les abre la posibilidad de objetar calificaciones de votos particulares o conteos y da a la ciudadanía un doble sello de confianza en que el resultado refleja su voluntad colectiva.
Es un auténtico candado antifraudes que, conviene no olvidarlo, fue una solución que nuestros abuelos idearon para evitar que la sociedad volviera a pasar por la experiencia de desgarro y dolor de una guerra fratricida.
Es poco probable que la sociedad esté dispuesta a reducir sus excepcionales controles de pureza del sufragio para acortar la distancia entre rondas. Esto no significa que no haya nada por hacer para resolver la proximidad entre la segunda ronda y la toma de posesión.
Dos proyectos de ley, el 19116 y el 21067, proponían establecer la segunda ronda un mes después de la declaratoria oficial de resultados (esto es, concluido el escrutinio definitivo).
Ninguno de los dos fue objetado por el TSE, que estimó que, en situaciones normales, la reforma podría adelantar de dos a tres semanas la celebración de la segunda ronda.
Si a eso se añadiera una modificación de la fecha del traspaso de poderes en la tercera o cuarta semana de mayo, la nueva cabeza del Ejecutivo contaría con la holgura anhelada para organizar mejor su gobierno.
La razón de ser de un proceso electoral es: 1) que al gobierno lo escoja una mayoría que legitime su mandato; 2) que la ciudadanía haga esa escogencia con la mayor información posible; 3) que la población confíe en que el resultado es fiel expresión de su voluntad, porque el voto se respeta, y 4) que haya una renovación democrática de las autoridades gubernamentales, lo que incluye que las nuevas cuenten con las condiciones óptimas para asumir el mandato.
Todo ello podemos garantizarlo manteniendo la segunda ronda electoral y no debilitando nuestro sistema de controles cruzados de pureza del sufragio: dejando abierta la posibilidad de reducción de la distancia entre votaciones a partir de la conclusión del escrutinio definitivo y extendiendo ligeramente el plazo entre la segunda ronda y el traspaso de poderes.
La decisión será de la Asamblea Legislativa, pero en el TSE tenemos la responsabilidad de señalar las implicaciones que una reforma en esta materia, de no considerar lo expuesto, tendría en una de las garantías más importantes del sistema de votación costarricense: el escrutinio definitivo.
El autor es asesor político del TSE.
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