Costa Rica ha atravesado varios modelos políticos en el período histórico conocido como Segunda República: transitamos por un modelo hegemónico, luego bipartidista y ahora multipartidista.
En cada uno, se ha desarrollado el principio de separación de poderes acuñado por Montesquieu en 1748, el cual supone un equilibrio entre potestades y competencias de cada poder y los correspondientes frenos y contrapesos, a fin de evitar excesos y desviaciones en el ejercicio de las funciones del Estado.
En la división de tareas constitucionales, al judicial —y solo al judicial— le corresponde juzgar a la totalidad de los habitantes, en condiciones de independencia, imparcialidad, igualdad y estricta legalidad.
Lo anterior se consigue únicamente si no se producen intromisiones o interferencias indebidas, como requisito indispensable para evitar abusos, arbitrariedades y actos de corrupción.
Eso es independencia judicial, la cual, insisto, no es un privilegio del que gozan quienes administran justicia y el funcionariado judicial: representa una garantía ciudadana, un derecho humano para contar con un sistema judicial independiente de presiones externas e internas.
Esa independencia no está asegurada únicamente en el artículo 9 de la Constitución, sino que en la era de la posverdad implica un comportamiento personal y serio de defensa ante las falsedades o deslegitimaciones continuas en contra de las instituciones de nuestra democracia.
Estamos hablando entonces de cómo debe realizarse el valor Justicia en una democracia republicana. Por tanto, el Poder Judicial, y en especial la judicatura, no desconoce y más bien celebra y acoge con responsabilidad y apertura toda crítica externa sobre las falencias y aspectos de mejora en la gestión de la justicia.
Lo que no es válido, por ser contrario a los valores democráticos de respeto, transparencia e integridad, es tergiversar la realidad mediante interpretaciones personales subjetivas, con fundamento en datos y cifras fuera de contexto o abiertamente incorrectos.
Semejantes apreciaciones no solo dañan una institución clave para el desarrollo y funcionamiento de la democracia, como lo es el Poder Judicial, sino que siembra también una inconveniente atmósfera de abierta deslegitimación e inestabilidad institucional.
Para sustentar esta afirmación, someto a consideración del lector hechos, cifras y resultados concretos sujetos a comprobación, en el orden y términos en que fueron puestos al escrutinio público la semana anterior, tanto en la Asamblea Legislativa como por parte del Poder Ejecutivo.
1. Costo de casos terminados y aumento de personal del Poder Judicial, comparando el año 2000 con el 2018
Para analizar este período, debemos recordar que en 1998 comenzó, por aprobación en la Asamblea Legislativa, la reforma procesal en todas las materias.
Pasamos de procesos escritos a orales por audiencias, empezando por la reforma penal de 1998, contencioso-administrativa en el 2008, monitoria cobratoria en el 2010, flagrancia en el 2011, procesal laboral en el 2017 y civil en el 2018, más la aprobación de varias leyes de fondo que aumentaron las competencias al Poder Judicial, como por ejemplo las leyes de bienestar animal y de acceso a la justicia.
Estos cambios legislativos obligaron al necesario aumento de personal, mejora de tecnología, especialización, etc., y generaron un incremento en el costo del servicio de justicia sin que se haya cubierto la necesidad presupuestaria total requerida para la implementación de tales leyes.
Esta tendencia a encomendar nuevas y complejas tareas al Poder Judicial sin reparar en los costos se confirma si traemos a la memoria que en el 2017 se aprobó la ley de la jurisdicción especializada contra el crimen organizado, la cual, al 2022, no ha sido posible ejecutarla por falta de recursos, pues aún siendo tan importante fue promulgada con cero colones para afrontarla.
En este momento, dos leyes procesales están prontas a entrar en vigor sin contenido presupuestario, como son la reforma procesal agraria y la reforma procesal de familia.
Paralelo a este proceso reformista, de 1996 al 2018, subió un 258% la litigiosidad, lo que ha impactado en la entrada y circulante de casos en el Poder Judicial en todas las materias.
Han aumentado los despachos que conocen de violencia doméstica y causas penales en turnos ordinarios y extraordinarios, judicatura y fiscalía, cubriendo 24 horas de atención al usuario, que pertenece por lo general a las poblaciones más vulnerables de la sociedad.
El incremento de este indicador revela una clara confianza de la población en los tribunales de justicia, pero es indudable que sostener tal confianza implica tener recursos suficientes para la gestión.
Por otra parte, en medio de la generación de mayores competencias y cobertura de servicios en el Poder Judicial, incluidos programas como el de Atención a la Víctima y Justicia Restaurativa, y el ya mencionado aumento de litigiosidad en los últimos años, lejos de crecer el presupuesto se ha disminuido en todos los programas, sea jurisdiccional, Ministerio Público, policía judicial o defensa pública. Sin embargo y pese al panorama descrito, de 1996 al 2018 aumentó en un 128% la cantidad de casos terminados.
No es de recibo, entonces, que frente al aumento de tareas y la disminución de recursos se quiera responsabilizar únicamente al Poder Judicial por insuficiencia en la cobertura de la totalidad de sus tareas.
La cada vez mayor conflictividad y violencia social obedece a factores estructurales, como el modelo económico, el agravamiento de la inequidad y el surgimiento de nuevas formas de delincuencia, cuya neutralización solo será posible si se atienden las causas.
Ciertamente, el costo de la justicia debe tener como objetivo sostener la democracia y su institucionalidad, pero hay que ver con objetividad las cifras macro de inversión social para la resolución de conflictos judicializados.
Veamos: del 100% del gasto público, solo un 4,75% se destina al Poder Judicial; del 100% del presupuesto nacional, únicamente un 4,25%; y del producto interno bruto, apenas un 1,16% (datos del Departamento de Planificación del Poder Judicial actualizados).
2. Casos pendientes de resolver
Es falso que 1.252.182 casos no estén resueltos. En un discurso legislativo, el 22 de junio, se hizo referencia a esa cifra como actual, pero en los datos justificativos se lee que corresponden al 2018.
Como dato cierto, actual y comprobable en la página del Poder Judicial, el circulante total a enero del 2022 en todas las materias es de 1.341.985 procesos, y de ellos hay 532.606 con resolución de primera instancia en etapa de ejecución o espera de cumplimiento.
De la cifra total de expedientes en trámite en nuestra institución, sobresale que un 63% (más de 845.450 de procesos en trámite inicial o ejecución) corresponde a cobro judicial, cifra que sobrepasa incluso el circulante de materia penal.
Debemos recordar que en los procesos de cobro se busca la satisfacción patrimonial del acreedor en razón del impago de una deuda, a través de la acción coercitiva del Estado mediante la intervención judicial.
Hay que reiterar que los tribunales competentes manejan esa altísima cifra de casi 850.000 procesos de cobro previendo que la cantidad aumente, en razón de la crisis económica actual y que satura al Poder Judicial de demandas civiles, sin visos de que esta entrada sea reversible, tomando en cuenta la situación macroeconómica.
Estos volúmenes de ingresos no se han visto compensados, como sería lógico, con un aumento presupuestario ni con un cambio legislativo para imponer una tasa por cobro judicial a los acreedores, que son, mayoritariamente, sólidas empresas financieras o bancarias.
Estas reformas legislativas se han solicitado en varias ocasiones, con resultados negativos por falta de voluntad política para atender esta iniciativa del Poder Judicial. En otros países de la OCDE, el cobro judicial no se litiga en el sistema judicial.
En materia laboral, podemos hacer un paralelismo similar respecto del aumento en la entrada de procesos en esa jurisdicción y debido a la misma coyuntura crítica del país, lo que ha ocasionado acumulación de asuntos pendientes de resolución por la saturación de agendas, ya que no se cuenta con la cantidad de jueces y juezas requeridos para programar un mayor número de audiencias.
En otras palabras, el incremento en el circulante no es ajeno a la tasa de conflictividad social que enfrenta el país, debido a los retos del modelo de desarrollo imperante, que ha construido una sociedad que cada vez con mayor frecuencia tiene que acudir al Poder Judicial para resolver sus conflictos. Solventar esta alza es una política pública necesaria para los tomadores de decisiones.
3. Caso cemento chino y concentración de funciones en la Corte Plena
En relación con este caso de supuesta corrupción público-privada, desde antes del nombramiento de un magistrado de la Sala Tercera —destituido después por este asunto—, Acojud advirtió en un comunicado público, antes de la designación, sobre el peligro de nombramientos políticos sin condiciones objetivas de idoneidad e independencia para el ejercicio de tan alto cargo, especialmente en la Sala que tiene bajo su competencia los asuntos penales en casación y tramitación de juicios de altos miembros de los Supremos Poderes. La Asamblea Legislativa hizo caso omiso y lo nombró.
El Poder Judicial se abrió en este mismo asunto, la causa a las magistraturas involucradas, así como al fiscal general de ese momento, y continuó la investigación mediante el Ministerio Público, el cual, sí he de indicar, espera la etapa de juicio.
En efecto, esta situación advertida por la judicatura en defensa permanente de la independencia judicial hizo un daño gravísimo a la confianza en el Poder Judicial.
Luego de este triste episodio, se ha insistido en la revisión de los procesos de designación de magistraturas, la evaluación de las competencias y concentración de funciones en la Corte Plena, la revisión de decisiones que disminuyen la participación democrática en la institución, por ejemplo, la anulación del voto en las comisiones jurisdiccionales de la institución, derecho desde hace poco más de un año exclusivo de la magistratura.
Hubo un ímpetu poco duradero en la creación de ocho grupos de trabajo que analizarían cambios esenciales de la estructura orgánica para su mejora; sin embargo, el único resultado aprobado en la Corte fue un valioso proyecto de ley de carrera fiscal que fue archivado por el Congreso.
El llamado Grupo Ocho analizó la propuesta de reorganización del gobierno judicial, pero ha habido desidia en el seguimiento de las conclusiones en la misma Corte.
El Estado de la Justicia, como otras organizaciones de la sociedad civil, incluida la Acojud, ha insistido en la necesidad de evaluar las competencias “magistradocéntricas” —así llamadas en el Tercer informe estado de la justicia— de la Corte Plena, que impiden un gobierno judicial más eficiente y distrae a la magistratura de su función esencial.
La escasa o nula atención a este asunto causa rezagos de trascendencia nacional. Un ejemplo actual y palpable es la tardanza de más de un año en la elección del fiscal general.
Insistimos desde el 2003 en la necesidad de cambios profundos en el Poder Judicial para mejorar su función, en cuenta la elección de magistraturas, que lo blinden con mayor eficacia de intromisiones político-partidarias, económicas o de otra índole, para lo que hasta ahora no ha habido voluntad política.
Cabe mencionar que durante la campaña, 18 de los candidatos a la presidencia, incluido el ahora mandatario, firmaron un compromiso público por la transparencia en la elección de magistraturas y se comprometieron a impulsar los cambios necesarios, incluido el voto público.
La autora es jueza.