Doloroso, primitivo y acompañado de torturas, el mundo ha sido informado sobre cómo Arabia Saudita asesinó a uno de los suyos. El reino de la casa de Saúd es una nación como pocas: sabe que puede hacer lo que quiera, como quiera y donde quiera.
La razón no es difícil de encontrar: nadie puede resistirse al poder de los petrodólares.
Con las segundas reservas más grandes del mundo en yacimientos de petróleo, los árabes resultan omnipotentes para un mundo que no escucha, no ve y no habla cuando de violaciones de los derechos humanos cometidos por una monarquía que conserva todas las características de su principal riqueza: negra, sucia, oscura, contaminante y maloliente a más no poder.
Jamal Khashoggi fue un periodista árabe, apasionado por la libertad, crítico acérrimo de los diferentes crímenes que de manera histórica y a vista y paciencia del resto del mundo comete a diario en contra de propios y extraños el régimen saudita. Decidió exiliarse para ejercer la libertad de expresión con la cual no cuentan en su árido territorio.
En la última columna que escribió para el Washington Post, publicada en forma póstuma por los editores, expuso lo que fue su línea de pensamiento. Entre otras cosas, explicó la urgencia de crear una plataforma que traduzca al árabe las voces disidentes y críticas que exponen las vejaciones sufridas tras la versión árabe de la cortina de hierro, el desinterés de la comunidad internacional por hacer algo al respecto y cómo la esperanza nacida con las insurrecciones durante la efímera Primavera Árabe fue acallada por la impunidad a través de controles estrictos sobre Internet y sus redes sociales, en donde con tal de recuperar el viejo control árabe todo desacuerdo contra los gobernantes son acallados con censura, cárcel y tortura.
Pro derechos humanos. Jamal abogaba para que sus coterráneos tuvieran acceso a la información, de tal manera que pudieran comprender y discutir las implicaciones de todo lo que atañe a sus pueblos, que padecen pobreza y mala educación. Aseguraba que una plataforma independiente lograría aislarlos de la influencia de gobernantes nacionalistas encargados de esparcir discursos de odio e intolerancia con propaganda de todo tipo.
La monarquía dijo: ¡No más! Y de manera organizada planeó cómo acabar con él. Enviaron en un jet privado al menos 15 personas, entre ellas un médico forense y actores, y con el conocimiento y consentimiento del propio embajador, el 2 de octubre pasado, dentro de la embajada de su propio país en Turquía, la vida de Jamal llegó a su fin cuando debió presentarse a retirar documentación para contraer matrimonio con su prometida, una musulmana turca.
Los guardianes de la moralidad, no más entró Jamal al recinto, le llevaron por la fuerza para asesinarle de una manera cruel y despiadada, pero usual entre los bárbaros.
El mundo no habría conocido los detalles de tan espeluznante hecho de no ser porque Jamal tuvo al menos la precaución de poner a grabar su Apple Watch antes de acceder a la embajada.
De lo que se ha filtrado, se sabe que el médico carnicero procedió a desmembrarlo con una sierra mientras el periodista se encontraba con vida, no sin antes recomendarle al resto de verdugos que utilizaran audífonos a todo volumen para ese tipo de trabajos.
Procedieron luego a llevarse los restos a la casa del embajador saudita, en donde se deshicieron de la evidencia sumergiéndola en ácido; las ropas fueron desechadas en algún basurero de Estambul.
El silencio cómplice, aparte de ignominioso, demuestra el doble rasero de nuestras sociedades occidentales. Si el crimen hubiera sido cometido en Venezuela o Cuba, la comunidad internacional no lo habría perdonado, a los árabes sí.
Sin condena. La pasividad y silencio de los líderes islámicos alrededor del mundo también deja mucho que desear.
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Todo musulmán respetuoso de su fe y de las enseñanzas del profeta Mahoma debiera abstenerse de realizar el quinto pilar del islam: la peregrinación a la Meca para que de manera tangible los musulmanes honestos no enriquezcan ni sigan siendo cómplices por omisión de la monarquía que ha ensuciado a punta de sangre, corrupción, espada y sierra la tierra que vio nacer a la religión de mayor crecimiento mundial.
El resto de países que alardean de ser garantes y paladines de los derechos humanos deben optar por eliminar del todo el uso de combustibles provenientes de la península arábiga y cambiar por la energía solar, que clara, diáfana y limpia puede contrarrestar la petrolífera, y ofrecer una solución que acabe de una buena vez con un reinado lleno de oscuridad, sombras y terror.
La autora es traductora.