Dos leyes aprobadas en 1999 y en el 2016 (la 7935 y la 9394) han sido insuficientes para la protección solidaria de las personas adultas mayores. Los principios y las buenas intenciones, lamentablemente, no han pasado de la letra a la toma de conciencia y acciones concretas.
A esto se suma el efecto devastador de la pandemia de covid-19, cuyas secuelas de enfermedad, muerte y desamparo se ensañaron especialmente con este grupo poblacional.
La medida de protección aplicada por las autoridades de Salud, consistente en prohibir las visitas y la relación directa con los adultos mayores, se distorsionó una vez que pasó la emergencia mundial. El aislamiento de entonces derivó en costumbre, y el flagelo del abandono se acentuó, con los consiguientes efectos de soledad y carencias de afecto, alimento, medicinas y atenciones básicas.
Las condiciones descritas inciden en la salud y producen quebrantos físicos y emocionales, agudización de las enfermedades y un marcado deterioro en la calidad de vida.
Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), más de 100.000 personas adultas mayores viven en soledad, además de los 610.000 que, pese a estar con sus familias, también son víctimas de maltrato, desamparo, abuso psicológico, trato con lenguaje soez, ofensivo e intimidatorio.
No faltan golpes, empujones y pellizcos; abuso patrimonial, como estafas, hurtos y engaños; abuso sexual cometido por gente cercana o cuidadora; y aislamiento de los núcleos familiar y comunitario. El inventario es un horror y se manifiesta con alarmante frecuencia en todas las clases sociales.
¿Qué podemos hacer? En primer lugar, es necesario volver a los valores que, a lo largo de generaciones, fuimos aprendiendo en el hogar y la familia, mediante el refuerzo de la comprensión y el respeto hacia el envejecimiento como una etapa del curso de la vida. Es fundamental integrar a las personas adultas mayores al hogar, al barrio y a la comunidad.
Hay que retomar y reforzar los programas educativos desde preescolar y la especialización profesional, introduciendo estas enseñanzas en los servicios públicos y privados, como clínicas, hospitales, centros de atención diversa y hogares especializados en personas adultas mayores.
Lo que en principio parece obvio no lo es si tomamos en cuenta que el país atraviesa una etapa de silenciamiento de las políticas sociales. Por esta razón, hoy más que nunca, se debe volver a la atención oportuna y esmerada, sin maltratos ni demoras en los servicios que, por un principio elemental de derechos humanos, deben estar dotados de la mejor calidad que nuestro sistema pueda otorgar a este grupo poblacional.
Muchas veces pensamos que somos inmunes a estas complicaciones; no obstante, sin importar la condición socioeconómica, estamos expuestos de un modo u otro a padecerlas, directa o indirectamente.
A lo largo de mi trayectoria en geriatría y gerontología, he vivido múltiples experiencias con mis pacientes, sorprendentes por el grado extremo de decadencia moral, económica y patrimonial que han sufrido muchos de ellos en el entorno familiar. Estas situaciones se tornan en horripilantes pesadillas.
El llamado debe ser firme para tomar conciencia y combatir el abuso en todas sus manifestaciones.
doctormoralesgeriatria@gmail.com
El autor es geriatra y gerontólogo, decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Costa Rica.
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La medida de protección aplicada por las autoridades de Salud, consistente en prohibir las visitas y la relación directa con los adultos mayores, se distorsionó una vez que pasó la pandemia. Foto para fines ilustrativos. (Rafael Pacheco Granados)