La obesidad es un problema de exceso de peso en relación con la estatura (el índice de masa corporal). El sobrepeso no es solamente un problema individual. Se ha convertido en un problema de salud pública (la Organización Mundial de la Salud lo califica de epidemia).
La Encuesta Nacional de Nutrición 2008-2009 establece que el sobrepeso y la obesidad son una amenaza real que enfrenta la población costarricense, especialmente los niños de entre 5 y 12 años, mujeres y adultos mayores. Además, genera presión sobre la capacidad de financiamiento de los seguros de salud públicos.
Los países ricos se estima que destinan entre un un 2% y un 7% de su gasto en salud a tratar afecciones asociadas al sobrepeso, porcentaje que se eleva hasta el 20% y el 25% si se incluye el tratamiento de las enfermedades asociadas, como la diabetes, por ejemplo.
La obesidad incide en la productividad de las empresas. En Estados Unidos, el costo anual de la obesidad en función de la productividad asciende a $153.000 millones, según la consultora Gallup. En Europa, la cifra ronda los $160.000 millones, según un informe de Bank of America-Merrill Lynch.
Sin embargo, la solución a la obesidad y el sobrepeso no es ni mucho menos simple. La pregunta es cómo debe enfrentar este desafío el sistema de salud en Costa Rica.
Hasta ahora las acciones individuales implementadas se pueden resumir en:
Prevención y promoción de estilos de vida: La evidencia disponible muestra que la sola concienciación de los riesgos de la obesidad no es suficiente; seguimos ganando peso, aunque somos conscientes de que “estar gordo no es bueno”.
Reglamentación: Las reformas para mejorar el etiquetado nutricional, que las industrian ofrezcan porciones más pequeñas y eliminar los ingredientes hipercalóricos y con exceso de azúcar son útiles. También se han valorado otras iniciativas menos paternalistas, como la de sustituir en los supermercados las estanterías dedicadas a los dulces por opciones más saludables. Acciones necesarias más no suficientes.
Medidas fiscales: Por décadas, en varios países los impuestos aplicados a bebidas azucaradas fueron establecidos con el fin de generar recursos para el Estado. Pero durante los últimos años, el interés en utilizar impuestos para bebidas azucaradas con fines extrafiscales se ha incrementado significativamente. Noruega, Samoa, Australia, Polinesia, Fiji, Nauru, Finlandia, Hungría, Francia y Chile han aprobado impuestos a los refrescos y las bebidas azucaradas como medida de salud pública. En ciudades como Berkeley, Chicago y Washington, en Estados Unidos, se aplica este gravamen y a comienzos de este año Filadelfia se sumó también a esta medida. Los estudios recientes indican que, para el caso de Berkeley, el impuesto redujo hasta un 21% el consumo de estos productos, mientras que el consumo del agua aumentó en un 63%. En México, el impuesto ha reducido las compras de bebidas carbonatadas y no carbonatadas, aunque como era previsible los resultados de los estudios no están exentos de polémica.
Hace varios años el epidemiólogo Geoffrey Rose calculaba que reduciendo el peso promedio en una población por tan poco como un 1,25% (menos de 900 gramos para una persona de 70 kilos) el número de personas obesas disminuiría un cuarto.
Desafortunadamente, ninguna de las estrategias ha podido, por sí sola, alcanzar siquiera ese pequeño logro. Por lo tanto, la lección aprendida es que se requiere una estrategia que conjugue diversas acciones y con la participación de múltiples actores públicos y privados.
El autor es economista.