El Colectivo sobre Financiamiento e Inversiones Chinas, Derechos Humanos y Ambiente y otras organizaciones civiles latinoamericanas presentaron hace días en Ginebra un informe que denuncia los “graves abusos” de derechos y el impacto ambiental de 14 grandes proyectos chinos en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Perú y Venezuela.
La reprobación forma parte del proceso de evaluación que, sobre China, realiza el comité de la ONU encargado de supervisar el cumplimiento del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que Pekín ratificó en el 2001.
El informe es rotundo en cuanto a los incumplimientos de China. Advierte que los casos analizados “apuntan a una serie de patrones de abusos de los derechos humanos” por parte de las empresas y entidades financieras chinas que operan en América Latina. Entre otros excesos, señala la vulneración de los derechos de los pueblos indígenas, abusos en materia laboral, desalojos forzosos y destrucción del medioambiente.
Los efectos para las poblaciones locales son catastróficos, lo que explica que con frecuencia deriven en conflictos y violencia. Por la desatención oficial y por ocurrir en zonas remotas, muchas veces ese sufrimiento queda reducido a un fenómeno silencioso.
La problemática alrededor de la presencia de China en América Latina invita a una reflexión más amplia. Resulta evidente, después de más de dos décadas desde que se inició su internacionalización, que las malas prácticas y los bajos estándares de las empresas estatales chinas no son puntuales ni excepcionales, sino reiterados y transversales en el continente. Con inversiones chinas que totalizan $172.000 millones en la región, gran parte en industrias extractivas, y la construcción de más de 200 infraestructuras, el impacto socioambiental se percibe mayúsculo.
La grave situación que denuncia el informe no va a cambiar a corto plazo. Primero, porque en la pugna que se avecina entre las potencias mundiales por los recursos naturales, China previsiblemente aumentará en los próximos años sus inversiones extractivas y sus megaproyectos de infraestructuras en América Latina. Segundo, porque no se intuye un propósito de enmienda del Estado chino, cuyas autoridades impiden toda interlocución con organizaciones civiles latinoamericanas.
Estas tratan de aprovechar los mecanismos y procedimientos de la ONU para ejercer presión sobre Pekín, denuncia a la que se apuntan actores mediáticos, políticos y académicos. Nada de ello sirve para que China rectifique su modus operandi.
Por las oportunidades que ofrece, es positivo que el gigante asiático siga teniendo una presencia sobresaliente en la región. Más problemático es, sin embargo, que sea Pekín el que fije las reglas y los estándares de su actuación, porque es justamente la ausencia de contrapesos en su modelo de desarrollo lo que alimenta los abusos.
Aunque las empresas occidentales tienen su propio historial de excesos, en general están mucho más vigiladas y, por tanto, las consecuencias sociales o jurídicas de su mal comportamiento funcionan en teoría como incentivo suficiente para que eleven el listón de sus estándares sociales y ambientales. Cuando ello ocurre y las empresas son supervisadas, menos problemáticos son los proyectos.
La observancia de dichos estándares, la exigencia de transparencia y el escrutinio público marcan una diferencia fundamental en comparación con la actuación de las empresas y bancos chinos en el extranjero. Mientras estos no estén sometidos a algún tipo de supervisión, escrutinio o rendición de cuentas, y mientras no reciban castigo por su comportamiento abusivo, es improbable que los inversionistas chinos opten por introducir pautas de actuación responsables que minimicen el impacto socioambiental de sus proyectos. Por si fuera poco, el progresivo deterioro de la institucionalidad en América Latina contribuye decisivamente a la perpetuación de este esquema.
Además de las consecuencias para el medioambiente y las poblaciones perjudicadas, otro factor de preocupación es la percepción de que pagan impuestos insuficientes, teniendo en cuenta la riqueza extraída. Es cierto que la evasión fiscal es un problema generalizado en la industria minera y que los países del llamado “sur global” no siempre tienen mecanismos óptimos de control de la recaudación. Pero, en todo caso, la combinación de la destrucción medioambiental, la vulneración de derechos, la precariedad del empleo generado y la baja fiscalidad, aparte de la consolidación de un modelo primario exportador sin transferencia tecnológica ni derrame de riqueza, debería llevarnos a cuestionar cuál es la verdadera ganancia para los países receptores por la presencia e inversiones de China.
El autor es director general de www.cadal.org y editor adjunto de Análisis Sínico.