Hace unos años, me retiré de las aulas y comencé a desempeñarme como asesora pedagógica. Una de mis principales funciones es compartir talleres sobre literatura para primaria y secundaria con docentes de todo el país. Disfruto al máximo estos encuentros que representan para mí uno de los mayores placeres en la vida porque la literatura es mi área de estudio favorita.
Cuando comencé a visitar estos grupos de docentes de primaria, dentro de la dinámica del taller de lectura, les pedí lo siguiente: “ Mencionen un libro que ustedes hayan tenido en sus manos y que no hayan podido parar de leerlo hasta devorarlo…”. Mi confianza era enorme y esperaba respuestas muy variadas; sin embargo, esas contestaciones nunca llegaron y, en cambio, obtuve réplicas como las siguientes:
1. Silencio absoluto.
2. ¿Tiene que ser un libro o puede ser un cuento?
3. Ese que se leía en el colegio… cómo era que se llamaba… María …
4. Cocorí , El Principito , Pantalones cortos .
5. Los de Coelho, los de Cuauhtemoc (esta última respuesta abarca el mayor porcentaje de las respuestas). Y eso fue todo. No, eso no fue todo.
En uno de los talleres, una docente respondió a esta misma pregunta, “ El Quijote de la Mancha ”… Los demás asistentes se carcajearon asombrados diciendo ¡Es broma? ¿Quién puede disfrutar El Quijote !
Tuve que responder lo que siempre contestaba a mis alumnos de secundaria: ¿Cuántos de ustedes lo han leído? Por supuesto, nadie levantó la mano. Esa única respuesta por parte de una lectora de la obra maestra de Cervantes la obtuve “una vez nada más”, como dice la canción. Después de eso, en una ocasión, una docente me dijo Cien años de soledad .
¿Qué significa esto?, y ¿cuál es la razón de ser de este artículo? Los docentes, en su gran mayoría, no leen. Y si leen es a Pablo Coelho y a Cuauhtemoc que, respetando los gustos, ofrecen excelentes textos de superación personal, pero no de riqueza literaria. Por supuesto, no cuestiono que el docente lea esos textos, lo que cuestiono es que lea dichos textos únicamente.
Y ¿qué pasa con los textos ricos en lenguaje literario, cargados de imágenes, de simbolismo, de finales abiertos, de mil interpretaciones posibles. ¿Cómo llevo un niño a adentrarse en el mundo de la ficción cuando yo nunca lo he hecho?
¿Formación sin lectura? ¿Cómo puedo llevar a los niños de primaria a comprender un texto literario y a desarrollar el gusto por la lectura, si el mismo docente no sabe, siquiera, cuál es la importancia de relacionar el texto con el contexto? Lo mismo ocurre cuando el docente no sabe qué significa plurisignificancia, o ignora que el autor de El Principito y el de Cocorí tienen nombres distintos a los que aparecen en las portadas de los libros, y vivieron en lugares muy diferentes a los que allí se describen. Cito este ejemplo porque en el taller que impartí ningún docente reconoció el error.
¿Cómo puedo trabajar la comprensión de lectura de un estudiante, si es el docente quien me dice: “A mí, sinceramente, nunca me ha gustado leer”? O, cuando he querido mostrarles una estrategia pedagógica, ¿cómo hacer un dibujo sobre un título, si el docente responde con un “Ay, no, yo no voy a dibujar”?
Respetando las habilidades de cada ser humano, considero que el docente no puede estar cargado de tantas negaciones. Por ahí leí una frase que decía: “para enseñar hay que saber, pero para educar hay que ser”. Si yo no leo, si no dibujo, si no improviso, si no juego y si no “hago el ridículo” en el aula, ¿de qué otra manera puedo motivar a los niños a jugar, a pintar, a improvisar, a cantar, a bailar, a actuar y a divertirse?
Y, sobre todo, ¿cómo voy a motivar a los niños a leer si yo, docente y formador, no leo? En este punto me atrevo a decir que un grupo de docentes puede tener gustos muy variados, unas habilidades más desarrolladas que otras, pero un docente no puede permitirse el lujo de no tener desarrollado el gusto por la lectura. Todo lo demás podría ser aceptable.
Un docente tiene que leer. Es imperativo, es parte fundamental de su desempeño profesional. Tiene que leer y tiene que fomentar el gusto por la lectura en sus estudiantes. Esa frase (“siendo sincero a mí no me gusta leer”) lo podría aceptar, quizá, de otra profesión (aunque no se me ocurre cuál); pero nunca de un docente.
Si queremos que se nos tome en serio como formadores de seres humanos, tomemos en serio nuestra profesión. “Soy docente, pero no me gusta leer” es la contradicción más grande que he escuchado de un educador.