Se debate si el incremento en la severidad de las penas de prisión, realizado en Costa Rica en 1994, ha bajado las tasas de delincuencia. En ese año, según informó el diario La Nación , una reforma al Código Penal “aumentó de 25 a 50 años el tiempo máximo que un delincuente puede estar en prisión” (LN, 3-3-2014).
Tal cambio “no disminuyó la criminalidad en el país, como esperaban sus impulsores”, dice el artículo. Tampoco habría servido el mayor encarcelamiento de personas, que tiene a las cárceles nacionales vergonzosamente hacinadas y con 1.025 reos con penas de prisión mayores a 25 años.
Como evidencia de ello se sostiene que tal medida “se aplicó en 1994, cuando la tasa de homicidios en el país era de 5,8 por 100.000 habitantes. Para el 2009, había llegado a 11,1”. Es decir, la criminalidad creció pese al aumento en las penas.
Tal razonamiento es tan frecuente como engañoso. Un estudio del economista Steven Levitt, de la Universidad de Chicago, lo menciona como parte del debate sobre el efecto del incremento en las tasas de encarcelamiento en Estados Unidos (“The Effect of Prison Population Size on Crime Rates: Evidence from Prison Overcrowding Litigation”, The Quarterly Journal of Economics , 1996).
Levitt argumenta que tal conclusión es incorrecta por cuanto ignora si el incremento en la delincuencia fue mayor en comparación con un escenario en que tales criminales no hubieran sido encarcelados. En sus palabras, traducidas al español: “El mayor encarcelamiento puede enmascarar lo que hubiera sido un mayor incremento en la actividad criminal”.
Eso puede haber pasado en Costa Rica; y también en nuestro país el aumento en el crimen pudo haber sido peor si las penas de prisión no se hubieran hecho más severas.
Dudas. Las investigaciones de Levitt nos permiten dudar con sustento empírico sobre algunas afirmaciones de funcionarios judiciales y especialistas en adaptación social sobre el efecto del encarcelamiento y las altas penas de prisión en las tasas de criminalidad.
José Manuel Arroyo, vicepresidente de la Corte Suprema de Justicia, sostiene que los “estudios criminológicos a nivel mundial confirman que la mayor o menor delincuencia en una sociedad no depende de las penas más severas”. Este criterio lo complementa Gerardo Villalobos, exdirector de Adaptación Social y criminólogo, al sostener que “ningún delincuente piensa en la pena que le impondrán si es detenido”.
La evidencia de Levitt sugiere lo contrario en el contexto estadounidense. Sus modelos econométricos muestran una drástica caída en la propensión a cometer delitos entre los delincuentes cuando pasan a ser adultos y reciben penas más altas que si son procesados como jóvenes, cuando son más bajas. Levitt demuestra que ese cambio en la conducta responde a la severidad en las penas contra los adultos. Estima que las tasas de criminalidad violenta pueden bajar un 25% entre quienes cumplen su primer año de mayoridad y son procesados como adultos en comparación con quienes son sometidos a las cortes juveniles (“Juvenile Crime and Punishment”, The Journal of Political Economy , 1998).
Junto al efecto disuasivo de las penas que sugieren las investigaciones de Levitt, también hay en sus estudios muestras sólidas de que el encarcelamiento de personas contribuye a bajar la delincuencia: un prisionero adicional reduce aproximadamente 15 crímenes por año. Sus estimaciones sugieren, además, que los costos marginales del encarcelamiento en Estados Unidos son iguales o menores que los beneficios sociales derivados de la reducción de los actos criminales.
De ninguna forma propongo un mayor encarcelamiento ni penas más altas; tampoco que las investigaciones citadas son infalibles. Sí propongo que los abogados preocupados por la administración de justicia y la política criminal procuren someter sus hipótesis, de una vez por todas y contra la tradición de las escuelas de leyes, a lo medible, cuantificable y examinable. Las divagaciones doctrinarias jurídicas tienden a producir política pública de muy mala calidad.