“ El mediocre empoderado ” ( La Nación, 29/5/2016) identifica una mediocridad que se escurre dentro de altos puestos institucionales. Aunque no queda claro si el artículo examina un nuevo fenómeno en lugar de la conocida mediocridad criolla, que no discrimina entre “empoderado” o “despoderado”, el punto a debatir es el siguiente: “El mediocre empoderado” parece dar a entender que la universidad debe ser una “implacable máquina cribadora”. En ese momento, el profesor universitario debe trazar una línea roja para evitar interpretaciones contraproducentes.
Es importante resaltar que si una mediocridad más virulenta se ha amparado de la clase intelectual o ejecutiva costarricense, poco ha influido el superávit de títulos, como sí lo ha hecho la ausencia de instituciones de vanguardia. Se podría hasta decir que los filtros escolares y universitarios acentúan la desigualdad social y los problemas que se esconden detrás del nuevo mediocre empoderado.
Generación de filtro. En su buen afán cívico, el artículo podría presentarse perjudicial en el caso que se sobreentienda la “educación de filtro” como antídoto ante la medianía contemporánea.
Es ciertamente admisible que los baby boomers, detrás de una economía de expansión demográfica, enfrentaban un solo gran desafío: el título universitario. Pero más allá de una buena base técnica, ese filtro histórico acreditaba perseverancia, por ejemplo, al derivar ecuaciones desproporcionadas o pasar días y noches perforando tarjetas de cómputo.
Para desdén de los que sufrieron en sus días universitarios, el mundo pasa hoy menos tiempo integrando por partes y más tiempo codificando programas para diseñar aeronaves aerodinámicas o codificando operaciones lógicas con láseres y estados (bio)moleculares.
¿Cómo sería entonces posible imaginar una educación de filtro en la era de Internet y en Costa Rica? ¿Incrementando la duración de los estudios o haciendo los cursos más difíciles, cuando el mundo alrededor cambia a pasos agigantados, tiene mucho más recursos y es mucho más interesante?
Si algo debe quedar claro, es que la excelencia hoy no es un filtro. La excelencia es competitividad y movilidad.
Liberar vías. Filtrar de la educación superior pública a poblaciones sensibles es contraindicado en un continente donde la polarización social tiende a ser más peligrosa que la mediocridad per se.
Las universidades públicas sustentan el pilar de una sociedad sana y deben insistir en la inclusión, requisito necesario para la excelencia, pero están lejos de ser un remedio universal. Es difícil creer que una única institución con presupuesto limitado pueda ofrecer una buena educación vocacional y a la vez competir en un sinnúmero de campos de excelencia altamente especializados, en particular cuando la competividad involucra profesorado internacional, posdoctorados y programas de estudio en inglés.
En un contexto nacional, una máxima ideal de las universidades sería inspirar y preparar a estudiantes en tres a cuatro años para posgrados en instituciones de excelencia.
Allanar caminos. La desilusión es uno de los factores intrínsecos del mediocre contemporáneo, es decir, del mediocre criollo sin vías de desarrollo. El abracadabra de los países desarrollados consiste en evitar despojar al ciudadano de una multiplicidad de posibles sueños y ambiciones.
No se necesitan filtros, se necesitan redes: urgen escuelas, academias y sociedades como la Escuela de Economía y Ciencia Política de Londres, la Academia China de las Ciencias o la Sociedad Max Planck en Costa Rica, instituciones de investigación y excelencia de posgrado, que hoy ya están considerando bachilleratos de solo tres años como requisito suficiente para sus programas de doctorado.
La próxima generación de políticos, empresarios, investigadores y artistas debe aspirar a algo más que el monocultivo universitario. Concomitante con la inversión en cátedras de excelencia en universidades estatales, es menester establecer nuevas instituciones de investigación que no dejen caer los sueños de los costarricenses en el abismo de la mediocridad o en el extranjero.
El autor es investigador de la Universidad Técnica de Múnich.