Vivimos en el siglo XXI. Debemos actuar de conformidad. No podemos mantener intocables las normas que regulan nuestras instituciones cuando el cambio tecnológico las deja atrás. No hacerlo produce enfrentamientos que pueden tener un gran costo social. Este es el caso que vivimos entre los concesionarios de taxi y los operadores de Uber.
Ambos tienen argumentos válidos para defender sus posiciones.
Los taxistas operan bajo concesión de un servicio público regulado por el Estado, que les dio una autorización para trabajar amparados a garantías en el número de operadores. A cambio, deben regirse por regulaciones mucho más estrictas que los que prestan actividades comerciales en abierta competencia. De aquí su enfrentamiento con las personas que compiten fuera de esas normas: modelo de los vehículos, monto de las tarifas, seguros de protección a los pasajeros, etc.
De aquí también su oposición a Uber, una plataforma tecnológica que coordina acciones de sus operadores, pues permite poner en contacto al usuario y a quien desea prestar un servicio de transporte, efectúa los cobros y, en forma privada (como lo hace, por ejemplo la franquicia de McDonald’s en respaldo de sus franquiciados), le garantiza al usuario mínimos de calidad y monto de la tarifa.
Tecnología. Los operadores de Uber, por su parte, responden al cambio en las tecnologías de la información y la comunicación, que les permiten operar de una manera ni siquiera imaginable hace unos pocos años.
¿Cómo, sino a base de estar en las calles circulando con distintivos muy identificables, iba uno a conseguir un vehículo que le prestara un servicio de transporte? ¿Qué garantía podía tener de que el conductor respondiera a la confianza de montarse en su automóvil?
Ante este enfrentamiento que fácilmente conduce al choque violento de intereses, es absurdo pretender que la solución esté solo en escoger entre los dos extremos de prohibir Uber o dejar este tipo de transporte a la libre, sin alterar el sistema actual de regulación para los taxis.
De ahí la huelga de hace una semana y los enfrentamientos que seguirán si no se busca una solución intermedia.
Y la solución es clara: es necesario un cambio institucional y un régimen de ajuste.
Otro modelo. Los taxistas no tienen oportunidad de competir rentablemente si no se les libera de las reglas de una concesión otorgada en condiciones muy diferentes a las actuales.
En competencia no tienen por qué tener tarifas reguladas, ni estar sometidos a pagos diferenciados, ni a trámites engorrosos. Basta con unas pocas reglas generales aplicables a todos los que hagan transporte remunerado de personas en automóviles, lo cual a la vez elimina el conflicto con los porteadores y desaparece el concepto de “piratas”.
Ya no cabe una limitación de su número si entes como Uber pueden hacer tareas similares sin límites.
Además, taxistas en competencia se verían –para su beneficio– empujados a innovar usando también las nuevas oportunidades tecnológicas con provecho para ellos y para sus clientes.
Por su parte, Uber –y cualquier operadora similar en este campo– debe contribuir como empresa de la economía formal, y se debe garantizar el pago de los impuestos de renta y contribuciones a la seguridad social de la matriz y de sus operadores, de manera que el franquiciador recaude y pague al Estado los montos correspondientes.
Deberán, además sus operadores, cumplir al menos con las reglas generales para todo el que quiera dar servicio público de transporte de personas en automóvil.
Nivelar la cancha. Estas reformas institucionales son solo una pequeña parte de las transformaciones que como país tendremos necesariamente –y si somos inteligentes en forma pionera– que hacer para compatibilizar justicia y eficiencia en la “economía por encargo” o gig economy, que surge de la posibilidad que brinda la nueva tecnología.
Los avances en infocomunicación permiten coordinar con bajos costos el trabajo por los “encargos”. La empresa Uber es solo el ejemplo más sonado, y este es tema que merece amplia discusión nacional.
Así se nivelaría la cancha en favor de los usuarios y la paz social, pero no se atiende la justa reivindicación de los taxistas por el cambio en la concesión. Esta es una situación diferente a la que enfrenta toda actividad privada ante el cambio tecnológico.
Si yo tengo una imprenta y con el invento de computadoras e impresoras personales se afecta mi negocio, esto es muy diferente a si mi negocio se basa en una concesión con determinadas características que me haya concedido el Estado.
La compensación para cada taxista se podría determinar por el Estado tomando en cuenta el tiempo que la ha disfrutado –lo que serviría para evaluar el tiempo dedicado a adquirir las destrezas y conocimientos específicos– y el valor actual de su vehículo, que evaluaría el capital invertido cuyo valor como generador de la renta monopólica se pierde.
Si el taxi ha sido conducido por un chofer en una segunda jornada, parte de la indemnización por el tiempo servido podría ir a esa persona.
Encarar el problema. Estos temas son difíciles por nuevos y desconocidos, y porque implican efectos redistributivos. Pero son insoslayables. Costa Rica no puede dar la espalda a la discusión que encaran las sociedades occidentales sobre los efectos de las nuevas tecnologías que aumentan la desigualdad.
El Estado debe encarar esa situación igual que en el pasado lo hizo con temas de educación, salud y normas laborales.
En estos días la Conferencia Episcopal en su mensaje “El bien común como anhelo de nuestra sociedad” señalaba la necesidad de actuar solidaria y creativamente ante estos cambios: “En los últimos tiempos, un acelerado cambio cultural, debido a dinámicas sociales, políticas, económicas e ideológicas, tanto al interior del país como por influencia internacional, ha ido en detrimento del sentido de solidaridad y de la búsqueda del bien de todos los habitantes de Costa Rica (…). Es innegable la creciente y peligrosa violencia que aflora en el país, como expresión de esa ausencia de cohesión solidaria. Hay puntos críticos que lo ponen de manifiesto, entre ellos, el transporte público, en relación con quiénes y cómo prestan el servicio, y su regulación por parte del Estado”.
Frente a un problema como este, que surge de las normas existentes, y aqueja a un grupo numeroso de personas afectadas por un choque tan abrupto, tiene sentido pensar en darles apoyo para que puedan adaptarse.
Es una situación similar a establecer programas de crédito y de reentrenamiento para facilitar el cambio a trabajadores o pequeños empresarios que operan en industrias que desaparecen por el cambio tecnológico o la apertura de mercados.
Compensación módica. Claro que la compensación debe ser módica, pues la concesión fue gratuita y ha permitido al concesionario explotar rentas monopolísticas. Además no se trata de inducir a protestar para generar compensaciones, como ocurrió con los oreros de Corcovado.
Estas solo pretenden ser algunas ideas para solucionar el conflicto. Lo que es evidente es que se necesita un cambio institucional para adaptarse al cambio tecnológico. Arbitrar esta solución es tarea del gobierno.
No es fácil buscar el equilibrio en conflictos como este. Pero ni se puede impedir el progreso en favor de los ciudadanos en virtud de regulaciones gubernamentales dictadas en muy diferentes condiciones, ni se debe crear una conflictividad que surge de las regulaciones del propio Estado.
El autor fue presidente de la República de 1998 al 2002.