Cosas que hace pocos años eran ciencia ficción, como las máquinas que piensan por si solas (inteligencia artificial) y el diseño de seres humanos (por manipulación genética), son hoy objeto de serias discusiones éticas y morales.
La velocidad del desarrollo tecnológico obliga a aceptar el paso de la ficción a la realidad como algo inevitable. La capacidad técnica para lograr estos adelantos se cuestiona menos que el cómo lidiar con ellos de una manera seria y responsable.
Hace 65 años, Turin pensó que algún día sería posible sostener una conversación sin poder distinguir si el interlocutor era humano o máquina. Ray Kurzweil y Singularity University apuntan que desde hace más de 100 años la humanidad ha venido duplicando la capacidad de procesar información por dólar, al punto que hoy existen máquinas con la misma capacidad de procesamiento del cerebro humano (diez mil millones de millones de operaciones por segundo).
Durante la próxima década, esa capacidad de procesamiento estará disponible en dispositivos personales. Dentro de diez años, el número de programadores en el planeta se contarán en cientos de millones, y muchos de ellos continuarán los esfuerzos para hacer que las máquinas lleven a cabo tareas cada vez más complejas, con software que aprende ( machine learning y deep learning ) y casi sin restricciones de hardware. ¿Qué pasará cuando una máquina adquiera conciencia?
Desde que la humanidad descubrió el ADN hasta que consiguió secuenciar el genoma humano, pasaron solo 55 años, y desde que se logró realizar la secuenciación hasta la edición del genoma, pasaron solo un par de lustros.
La tecnología CRISPR (siglas en inglés de Repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente interespaciadas) es considerada por la revista Science como el desarrollo científico del año pasado.
Javier Flores, en una publicación en La Jornada, de la UNAM, describe claramente el funcionamiento de la tecnología y concluye diciendo: “Con lo que se puede modificar casi a voluntad el genoma de todo tipo de células, crear animales y plantas transgénicas, modelos para ensayar nuevas drogas y, eventualmente, enfrentar enfermedades de causa genética, entre muchas otras aplicaciones de esta técnica que no solo merece ser considerada uno de los mayores avances científicos del 2015, sino quizá del presente siglo”.
¿Qué hará el Comité Olímpico Internacional cuando aparezca el primer atleta genéticamente diseñado para ser más veloz o más fuerte?
Encrucijada. En el reciente TEDxPuraVida, Pilar Manchón, gerenta general de Voz y Asistencia Digital, de Intel, describió el desarrollo tecnológico como un tren en marcha a toda velocidad al que “no lo para nadie”.
Claramente, detener la investigación y el desarrollo tecnológico no es una opción, y sencillamente no va a suceder. Pilar se refería, sobre todo, a los avances en inteligencia artificial y robótica.
¿Serán estos nuevos seres, nuestros sirvientes, nuestros amigos o nuestros amos? Obviamente, una pregunta muy válida que no se vale responder tratando de detener el futuro o pretendiendo que ese futuro no nos afectará.
Pero la encrucijada es mucho más compleja, no solo estamos dándoles a las máquinas la capacidad de pensar y a la humanidad el poder de control sobre nuestra propia evolución (mediante modificación genética) sino que, simultáneamente, hay numerosos otros desarrollos con velocidad e impacto similares.
La energía solar, los vehículos sin chofer, la manufactura digital, la Internet de las cosas, la computación vestible ( wearable computing ), entre otras, todas están alterando la economía y la sociedad de manera drástica y veloz.
Brecha entre países. Estas tecnologías disruptivas aumentan a ritmos exponenciales, pero no en los países en vías de desarrollo. Existe un peligro real de un incremento, también exponencial, de la brecha entre países del primer mundo y todos los demás.
No cabe duda de que el desarrollo tecnológico trae beneficios a sus creadores, pero el beneficio asociado es muchas veces menor que el que se obtiene adoptándolas y aplicándolas.
En los países en vías de desarrollo, en general, y en Latinoamérica, en particular, es posible que la adopción de las tecnologías disruptivas sea lenta y más difícil.
Esto porque la disrupción que causan es más obvia e inmediata que los beneficios que generan. Por ejemplo, las ventajas de la manipulación de genes para eliminar enfermedades hereditarias podría ser opacada por cuestionamientos religiosos. O los beneficios de automatizar con inteligencia artificial las funciones de servicio al cliente, y al ciudadano, podrían verse amenazadas por la pérdida del empleo para quienes actualmente lleva a cabo esas labores.
Los beneficios de eliminar los choferes de los vehículos automotores incluyen no solo ahorros cuantiosos en seguros y construcción de calles y carreteras, sino también la eliminación de los accidentes viales. Pero no es absurdo pensar que, en nuestro medio, los afectados (choferes, aseguradoras, constructoras de calles, proveedores de materiales de construcción para carreteras, etc.) sean exitosos en atrasar la adopción de esta tecnología durante años, tal vez décadas.
Está claro cómo la brecha podría ensancharse exponencialmente en muy poco tiempo.
Tarea obligatoria. Para evitar el crecimiento de la brecha, sabemos que debemos invertir más en educación y en investigación y desarrollo (I+D), un proceso lento y difícil, pero hay que hacerlo y tomará tiempo.
Convertirnos en rápidos adoptadores de tecnologías disruptivas también es difícil, mas produce réditos a muy corto plazo, aunque solo fuera evitar el ensanchamiento de la brecha.
La semana pasada, Juan Enríquez, en una conferencia en la Universidad Veritas, le propuso a Costa Rica trabajar duro, como hicieron hace 17 años para atraer a Intel, para, esta vez, atraer a Google.
La idea es invitarlo a convertir a Costa Rica en un laboratorio de pruebas y perfección de su vehículo autónomo. La lógica detrás de esta propuesta tiene que ver con la disponibilidad de talento local y la cercanía con la casa matriz, pero, sobre todo, tiene que ver con el desorden vial imperante, el mal estado de las calles y la inexistencia de direcciones, lo cual garantiza que si el vehículo funciona en esas condiciones, funcionará en cualquier parte del planeta.
El autor es ingeniero.