Si bien lo que define a un escritor es su obra, a veces tiene además una leyenda, la que suele competir con su producción escrita, aunque, paradójicamente, también la alimente. Algo de esto hay en el caso de Carmen Lyra, cuya biografía rivaliza en interés con su obra, cuando no restringimos esta última a Los cuentos de mi tía Panchita, los que, aunque excelentes, son apenas parte de una producción muy amplia y variada.
Ahora que los medios electrónicos permiten entrar a bibliotecas virtuales (la del Sinabi o la de la UNA, por ejemplo), he tenido oportunidad de leer muchos textos de Lyra que desconocía y que me han ampliado su perfil.
Por eso es que las versiones de maternal maestra cuentacuentos o de bravía dirigente comunista, así sin más, sin complementos ni matices, me resultan insatisfactorios y, además, limitantes para entender de una forma más rica y renovada su biografía y su obra literaria.
Uno de los aspectos legendarios sobre los que se ha hablado mucho, aunque en murmullos o bajo la mesa, es el relativo a su sexualidad, tanto en términos de sus orígenes bastardos, esto es, de hija fuera de matrimonio, ofensa grave en su época (por cierto, algo que la vincula con otra gran escritora de larga sombra legendaria, Eunice, cuyo apellido Odio fue reconocido por su padre cuando ya ella era adolescente), como en lo relativo a su posible lesbianismo (o cuando menos bisexualismo), algo esgrimido en su contra por sus enemigos políticos para desprestigiarla desde los primeros años figueristas hasta la actualidad, cuando reaparece en blogs fascistoides que babean hiel a propósito de su reciente benemeritazgo.
Ambos aspectos, bastardía y probable lesbianismo, por supuesto eran impensables de ser expuestos con seriedad, respeto y aceptación en su tiempo, y todavía en buena parte del nuestro.
Orientación sexual. Con el paso de los años esto cambió para el primero, como se aprecia en el buen libro de Annie Lemistre Pujol, Carmen Lyra. El cuento de su vida, donde la bastardía de Lyra no es asunto de chisme o morbo, sino una herramienta que permite entender algunos aspectos de su posterior desarrollo biográfico e intelectual.
Esto todavía no ocurre con el segundo aspecto, que sigue siendo tabú, usado como insulto por sus enemigos, o púdicamente orillado, o de plano negado por sus amigos de izquierda, quienes recurren a la división burguesa de vida pública/vida privada (algo válido en vida de la persona, no una vez difunta; de hacerle caso, no existiría el género biográfico) para escabullir el asunto y afirmar que, en el hipotético caso de que fuera cierto, para qué darle armas al adversario (el lesbianismo es visto así como algo negativo), además de que eso no tendría ninguna importancia para la valoración de su trabajo, algo con lo que no estoy de acuerdo, ni para lo político (por ejemplo, la, a mi juicio, equivocada subordinación que hizo Lyra de la lucha de las mujeres a la lucha de clases, lo que la llevó a no apreciar bien los esfuerzos por el sufragio femenino), ni para lo literario (con un álter ego masculino como Juan Silvestre o un cuadro triste y reprimido del cuerpo y sus deseos en buena parte de su literatura, quizá como producto de su propia represión).
Y es que el comunismo costarricense, cuando menos hasta principios de los ochenta, fue muy homófobo, con la excepción de la tendencia trotskista liderada por la difunta, pero recordada, Alejandra Calderón Fournier (real heredera política de su padre), quien abrió la izquierda a la reflexión sobre una sexualidad más diversa y crítica, algo impensable para la ortodoxia comunista en la que se movió Lyra.
Falta investigación. Si hubo cierto grado de presencia lésbica en Lyra (aunque fuese reprimida u ocultada), es algo que está por ser mejor establecido, repito, no por morbo o curiosidad metiche, sino como un factor biográfico que expandiría la comprensión del personaje, sus circunstancias y obra, ampliando sus posibilidades hermenéuticas.
Sacar el asunto del ámbito del chisme, el insulto o el susurro. Cualquiera que fuese el resultado, la importancia de la autora estaría fuera de cuestión. Sería apenas una raya más en el lomo de la tigresa.
El caso de Lyra me remite al de la chilena Gabriela Mistral, nuestro primer Premio Nobel de Literatura en América Latina, ambas con perfiles análogos, vistas en sus países por años como célibes maestras, dulces abuelitas de sus naciones por su afecto a los niños, por sus supuestas literaturas pedagógicas y espirituales y sus sentimientos sociales.
Durante décadas se murmuró el lesbianismo de Mistral, para horror indignado de sus devotos, hasta que no hace mucho, tras el desvelamiento de la correspondencia a su amada, ya el asunto no se pudo eludir más. Hoy, la literatura de Mistral está siendo releída y resignificada.
La tía. ¿Pasará alguna vez algo así en el caso de Lyra? Después de todo, la tía Panchita de los cuentos vivía sola con otra mujer, su hermana Jesús, en una casita monosexual muy limpia, en las inmediaciones del parque Morazán, cerca de la esquina donde se levantaría el kínder maternal que Lyra fundó en 1925 y en el que yo me eduqué, antes de seguir a la Buenaventura.
Ella representaba la fantasía y el encanto, opuesta al temperamento racional y masculino del tío Pablo, profesor de Lógica en el Liceo, que vivía en casa aparte.
Su sobrina amaba a esa tía irregular a la que le faltaban dos tornillos y decía: “Si la tía Panchita, en ciertas ocasiones, hubiese logrado fisgonear dentro de mi pensamiento, se habría horrorizado de sus encantadores embustes, y habría temblado por mi vida que deseaba ardientemente ir a jugar con princesas y perrillos en el palacio de cristal”.
El autor es escritor.