Comparto la alegría de Gabriela Monge, Víctor Zúñiga y los cientos de usuarios del tren que circula de Cartago a San José y viceversa: después dos meses y medio de suspendido el servicio, por fin el pequeño y hacinado convoy trepida de nuevo y serpentea coquetamente sobre los rieles.
Las causas del júbilo de los cartagineses son dos: el tren les evita las presas de vehículos para entrar y salir de la Vieja Metrópoli y les ahorra tiempo. Con respecto al congestionamiento vial, no es necesario evocar la floración de angustias y ansiedades que estallan como petardos en el ánimo de los viajeros durante las mañanas y al caer la tarde.
La segunda razón es muy justificada, dado el hecho de que el período histórico que nos ha tocado en suerte vivir ha convertido el tiempo, más que un acompasado movimiento de manecillas, en una clepsidra agujereada por donde la corriente de las horas y los días se desborda incontenible y transforma nuestras vidas en una brutal subordinación al servicio de la prisa y los resultados.
Me gustaría aprovechar este acontecimiento ferroviario para hablar de unas presas y pérdidas de tiempo más personales: aquellas que se producen en las cavidades de nuestro cerebro. He observado, en mí y en muchas otras personas, desorden y ruido inútil en el devenir de los pensamientos, como si un molino de viento machacara los mismos granos una y otra vez cada día.
En efecto, una gran cantidad de nuestros pensamientos son repetitivos y en buena parte –semejante a una embarcación que deja una estela tras de sí–, perseguidos por una reverberación de preocupaciones. Cargamos más, pues llevamos nuestra provisión de situaciones personales y familiares, insolubles, unas, y negligentemente irremediables, otras, por la sola razón de que no nos atrevemos a encararlas y resolverlas.
Los asuntos de nuestro trabajo, perturbados por pensamientos de temor e incertidumbre, no pocas veces se convierten en una tierra sembrada de marismas: ahí todo es pantanoso y casi inmóvil; una espesa liquidez llena de cosas por hacer que no terminan de hacerse.
Nuestros pensamientos suelen orbitar recurrentemente alrededor de estos tres universos: nuestra vida (y, si la hay, nuestra pareja), nuestra familia y nuestro trabajo.
Pero son las cosas que hemos dejado pendientes y sin solución las que más atascan y perturban el tráfico de nuestra mente, porque el tábano de lo no realizado nos aguijonea cada día, paralizándonos otras iniciativas.
La presa de pensamientos inútiles consume nuestro tiempo tanto como las de La lima y Taras se lo hace perder a los cartagineses. Tales pensamientos, lejos de ahorrarnos tiempo, nos precipitan en un improductivo despilfarro de horas y días rumiando y lamentándonos de situaciones que nos encorvan la determinación.
No solo en esta época, sino desde que los seres humanos tuvimos conciencia de nuestra finitud, se nos invita usar generosamente el tiempo en las cosas que verdaderamente importan: en nuestros talentos y capacidades para desarrollarlos en la vida personal, en la familia, en el trabajo y en la sociedad de la que formamos parte.
Usado de este modo, el tiempo se convierte en un auténtico ahorro y una inversión, porque establecemos claramente la dirección de nuestros propósitos y pensamientos. Lo contrario es malgastarlo en un baldío ejercicio de preocupaciones y desasosiegos.
Probablemente, la búsqueda insaciable de satisfacción a través de la inmediatez (el paradigma actual que invade todas las actividades y relaciones, desde las personales hasta las sexuales) nos ha obnubilado de tal modo que vivimos consumidos en un voraz agujero negro donde los pensamientos, licuados a golpes de imágenes, videos y banalidades, se transforman en una masa informe y anárquica, y el tiempo, engullido por el “todo debe hacerse ahora” nos arroja a derrocharlo de un modo apresurado, irresponsable y sin propósito.
Mi deseo es que cada uno de nosotros adopte por un tiempo el alma de los vecinos de Cartago cuando el servicio del tren estuvo suspendido. Nos será de mucho provecho saber que, al igual que a ellos, nos ahorra tiempo deshacernos de las presas mentales que atascan el tráfico de nuestros pensamientos y que este 2025 podemos convertirlo en una vía personal, familiar y laboral donde las metas claras guíen con ventura los meses del año que nos esperan.
alfesolano@gmail.com
Alfredo Solano López es educador jubilado.