Uno sabe que viene la Cuaresma porque se juntan los anuncios de sardinas y encurtidos con los de la entrada a clases. Te atropellan con las promociones para ir a la playa, la montaña o la catarata y, desde enero, se llenan los hoteles desde una hasta cinco estrellas porque todo el mundo hace con buen tiempo su reservación.
Pero el recuerdo es largo como la calle de la Amargura. No hablo de la de San Pedro o La California, sino la de caídas y sed intensa, la que se cruza con corona de espinas y pesada cruz.
Es que cuando yo estaba chiquilla (aquí empiezan a aullar los lobos), los días santos eran distintos. Empezaban el miércoles a mediodía y todo se iba quedando en silencio. La vida transcurría en cámara lenta.
Los perros perseguían a las gallinas caminando. Los mosquitos volaban en “mute”. Ni un carro en la calle, ni un grito, ni siquiera el chorrillo de agua en la alcantarilla.
Mamás y abuelas preparaban exóticas viandas para la temporada: tamales “mudos” (la verdad, nunca he visto un tamal conversando), pan casero, porque cerraban las panaderías y las cantinas, latas traídas de Europa (salmón para los de bolsillo más holgado y sardinas para los de arroz y frijoles), sopas, mariscos y, por supuesto, la elaborada miel de chiverre, que a veces se acompañaba de arroz con leche y dulce de toronja. “Chiverre” era el que le quedaba a uno después de aquellos almuerzos de Jueves y Viernes Santos.
Nosotros vivíamos en el barrio La Dolorosa y la parroquia aportaba a la Virgen enlutada con siete puñales en el pecho. La catedral ponía al Nazareno. Y, en un cambio de roles, el viernes asumía la Virgen de la Soledad, que, tristísima, alzada en unas andas llevadas por mujeres de estricto luto, seguía al Santo Sepulcro.
La banda de San José tocaba el Duelo de la Patria y, en las calles, las mujeres de negro, con velo de encaje en la cabeza, seguían el sepelio con respeto y contrición. Los hombres, a veces con saco o en camisa blanca de manga larga, guardaban silencio.
¿Y los chiquillos? ¡Los chiquillos nos moríamos del susto! Era un asunto de perspectiva. Desde abajo, en contrapicada, uno se sentía muy poca cosa. Y, si por error o imprudencia, veías a Jesús moribundo a los ojos, su mirada te penetraba hasta el pecado original.
Recuerdo que delante de la procesión de “el encuentro”, iban muchos nazarenos criollos a pie, cargando sus propias cruces en señal de devoción o como promesa de sanación. Aún puedo ver sus rostros ensangrentados con anilina roja y con pavor. Y si me atrevía a preguntar qué les había pasado, el dedo índice de mamá hacía una improvisada cruz en sus labios y me callaba ipso facto.
Lo bueno es que, entre una procesión y otra, venían largas siestas y cafecitos con delicias.
Al menos en San José, pocas salas de cine proyectaban las clásicas películas de mantos, algunas muy apropiadas como Ben Hur o Los Diez Mandamientos.
Nunca olvidaré la primera vez que fui a verlas. Aquel mar Rojo de par en par, Dios que hablaba con eco, el “pomporopón” de los remeros, la carrera en el Coliseo, el maldito de Mesala, el foso de los leprosos y la lluvia redentora. También daban algunas que no tenían mucho que ver con el Crucificado: Espartaco, Cleopatra o Sinuhé, el egipcio. Uno, igual se tiraba completas las películas que dieran, porque las emisoras sustituían todo su repertorio por música clásica o silencio de radio.
Y, por fin, llegaba el domingo, cuando pasaba el Resucitado como un cachiflín, bien temprano, acompañado de una cimarrona que nos recordaba la alegría inmensa de que la vida continúa y se renueva, y aún más: la promesa de una mejor después de esta, gozando de mieles y pasteles después de tanto tropiezo y tanta culpa.
Ahora todo es muy distinto y distante. Ves Ben Hur en agosto, comés chiverre empaquetado todo el año, y de Los Diez Mandamientos, no quedan ni siete.
Serán las canas, pero prefiero recordar a mi mama pensando en el menú de Semana Santa y el bostezo de no poder jugar ni bañarme por el terror de convertirme en sardina.
Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.
