En mi comentario “Mitos de la magia verbal llamada ‘lenguaje inclusivo’” (1/8/18) destaqué el carácter profundamente irracional de las ideas básicas que promueven desconstruir (traducción torpe del francés: “deconstruir”) el castellano, transformarlo en esos espesos mejunjes llamados “lenguaje inclusivo”.
Voy a detenerme aun en algunas otras aseveraciones de la señora Gladys Jiménez Arias (¿Quién decidió no nombrarme?, 18/7/18), siempre en consideración a cuán típicamente reiteran postulados habituales de dicha ideología. Subrayaré, sobre todo, las funciones sociales reales que cumplen tales engaños.
Neutralidad ética del idioma. “Necesitamos comunicarnos mediante una lengua más justa”. El idioma español no es ni “justo” ni “injusto”, ninguna lengua lo es. Los lenguajes no consisten en conductas, ellos mismos, salvo el propio hecho de emitir palabras. Permiten mentar tanto lo peor como lo mejor, calificaciones que dependen de las respectivas preferencias entre sus locutores; y los idiomas permiten decir tanto cualquier disparate como toda suerte de verdades.
Sin embargo, al parecer, lo contrario estaría demostrado mediante los sanos ejemplos de no “discriminación” como el siguiente: esos “millones” y “millonas” de “libros” y “libras” que, desde luego en cuotas paritarias de “equidad”, el ilustrado prócer feminista Nicolás Maduro dispuso entregar a bibliotecas venezolanas. Solo machistas recalcitrantes negarán, hasta con esa señera evidencia a la vista, que así se consigue evitar —al menos se logró en Venezuela (¡gloria a Dios! y a Maduro)— que tantas “libras” fuesen “invisibilizadas” por los conjuros del patriarcado.
Inferencia falaciosa. “¿No es cierto que la lengua está viva y que podemos cuestionarnos las normas gramaticales y adaptarlas a los cambios así como creamos palabras ante las nuevas realidades...?”. La trampa (non sequitur) de este enunciado anida en que así al término “podemos” se le otorga, subrepticiamente, un alcance indiscriminado.
Como en el adualismo (Piaget) que caracteriza al pensamiento infantil, quien afirme aquello confunde entre sus “podemos” personales (mundo-yo) de expresarse mediante los sunamis de redundancias que fuere y los “podemos” sociales prácticos reales (mundo externo real). Tal vez la gente “podría”, pero habitualmente ni se le ocurre ni quiere (salvo en situación de sometimiento funcionarial), sumarse a seguir indicaciones como las encomiadas por Gladys Jiménez.
Es verdad que las lenguas cambian. Pero no es cierto que eso ocurra a golpes de imperium de autoridades estatales, unas buroócratadas de sus funcionarios. Ni aun la inquisición medieval, ni Hitler, ni Stalin (véase su escrito Marxismo y lingüística), ni Mao, ni Castro, ni Isis, lanzaron ucases para alinear los usos gramaticales de sus súbditos.
No es sino mediante el decisivo respaldo de poderosas coacciones estatales, sanciones reglamentarias aplicables a quienes quedan ahora privados de la libertad individual de decidir sobre cómo hablar correctamente español en el seno de las instituciones donde laboran, únicamente así —y solo ahí mismo— es dable imponer los susodichos “cambios”: ¡A la brava! Muy otra cosa, por cierto, que los propios dinamismos de la espontánea lengua “viva”, esta hablada normalmente (cuando no se les prohíbe hacerlo así) por los hispanoparlantes.
A falta de disposiciones de coacción pública contra la libertad individual de expresión de esos hablantes, pronto los “linguoinclusivismos” se esfumarían por sí solos, como tantas otras modas, ahogados en su propio ridículo (entonces terminarían por no seguir haciendo gracia ya ni en el seno de las sectas donde suscitan entusiasmo hoy).
Desahogos emocionales y totalitarismo. Tales amaneramientos en el uso del idioma español, y ni qué hablar de aun otros emparentados que son delirantes del todo (cfr. “Le mer estebe serene”), desempeñan cierta específica función emocional de autocomplacencia en las mentes de quienes se sienten llamados a promover esa ideología. Esta psicosis de pansexismo obsesivo significa, en sus seguidores, una importante (para ellos) realización personal vicaria: se satisfacen mutuamente al autopercibirse como “redentores” indispensables, los avanzados en la misión de imponer la neolengua (cfr. Orwell: 1984).
Con ello legitiman, a sus ojos, la obsesión por asegurar coercitivamente, vía reglamentos y si es dable mediante leyes, los mayores alcances posibles de totalitarismo para su credo: hacer ni más ni menos que del todo obligatorio (así: policía del idioma para funcionarios de la UCR, del Poder Judicial, etc.) que le sea rendido culto, nolens volens, a esas ideas fijas de sexo-maniqueísno.
Escapismo. Sí, los propagandistas del lenguaje “inclusivo” nos proponen depositar toda nuestra fe en sus salvíficos expedientes de exorcismos propios. Como en el pensamiento primitivo, confían en que las realidades mismas danzarán al son de sus fetiches lingüísticos. Es más o menos como si alguien metiera en la billetera una foto de su novia (en nuestro caso sería un papel donde escribe las palabras-fetiche) y queda convencido de que así consigue dirigir las idas y venidas de la persona amada (en nuestro caso, dominar fenómenos sociales por estar escritos “inclusivamente” en aquel papel).
Lo que el “linguoinclusivismo” hace, en realidad, es apartar el pensamiento de los problemas prácticos acuciantes, esos que para la gente importan sobre todo, los respectivos de cada estrato social. Así se consigue desviar la atención de quienes se preocupan por aquellas consignas de “progreso manuscrito” hacia unos espesos mantos de papelería. El lenguaje “inclusivo” es una cortina de humo, evade las dificultades sociales acuciantes. De ahí que esos expedientes de escapismo pueden ser adoptados, justamente en virtud de ser tales, por políticos de toda orientación ideológica; o al menos se cuidan, todos estos, de guardar discreto silencio al respecto.
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Ni las “izquierdas” ni las “derechas” (¡perdón por usar esta distinción tan simplista!), tampoco el “centro”, así ven puestos en jaque, por más “inclusivamente” que se discursee, sus respectivos programas políticos. No por usar, o por hacer la vista gorda ante, esas constelaciones de superfluidades lenguaraces resulta afectado nada de aquellos, en la práctica. Distraccionismos como ese aprovechan a tirios y troyanos (p. ej., en Costa Rica: tanto sirven “los y las” para promocionar el molino del expresidente Figueres Olsen como para el del Frente Amplio o el del PAC).
¿Lengüicidio del idioma castellano o simplemente unos mamarrachitos ocasionales esparcidos en su seno? Sea lo uno o lo otro, para lo que el “lenguaje inclusivo” sirve (ideología) es para no servir (escapismo).
El autor es catedrático de la Universidad de Costa Rica.