En un Estado de derecho como el nuestro, se suele decir que las penas son la opción más radical para resolver un conflicto social. No obstante, cuando se revisa la legislación, la abrumadora mayoría de los delitos ofrece la pena de cárcel como única alternativa.
No deja de ser paradójico que haya una misma respuesta para problemas que tienen tantas y diversas causas. Así, por ejemplo, al homicida, al ofensor sexual, al estafador, al político corrupto y al asaltante se les ofrece el mismo tratamiento resocializador: la prisión.
En otras palabras, nuestro derecho solo contempla –en la práctica– una única respuesta a problemas sociales que, a todas luces, tienen orígenes y causas tan distintos como quienes los perpetran.
Ello explica, en buena medida, la situación del hacinamiento carcelario que enfrenta el país, pero, también, el poco éxito de la política criminal que se ha venido impulsando desde hace, aproximadamente, 25 años.
Otra opción. ¿Existe, entonces, alguna otra salida? Lo que se cuestiona aquí tiene que ver no solo con la dignidad de las personas encerradas, sino, además, y, sobre todo, con la eficacia de las medidas usualmente utilizadas para combatir conductas que se estiman injustas y el verdadero impacto que tienen para que nuestra seguridad mejore.
La realidad de nuestro sistema penal, por lo tanto, exige el planteo de medidas que transiten por un rumbo distinto al clamoroso pedido que hacen ciertos sectores por más represión. Pasa por ampliar el catálogo de penas, distintas del encierro, para hacer frente al delito.
Por ello, el Ministerio de Justicia y Paz ha presentado un proyecto de ley que se tramita en la corriente legislativa, bajo el expediente N.° 20.020.
El propósito es reformar el artículo 56 bis del Código Penal y regular los criterios bajo los cuales los jueces, al dictar una sentencia, podrían imponer como sanción los servicios de utilidad pública.
Estas penas, que supondrían trabajos comunitarios hasta de 500 horas al año, se utilizarían en caso de delitos no violentos, donde no se haya empleado armas y para personas sin antecedentes.
Se excluyen las faltas más graves como el crimen organizado, los delitos sexuales o el feminicidio. Al tiempo, se fija un riguroso proceso de control sobre el cumplimiento de la sanción a cargo de la Dirección General de Adaptación Social y los jueces de ejecución de la pena.
La propuesta podría parecer innovadora (quizás demasiado, esgrimirán algunas voces ancladas en el modelo tradicional de combatir el crimen con encarcelamiento); sin embargo, no es así.
De hecho, hace ya cuatro décadas, en la resolución N.° 10 del nueve de marzo de 1976, el Comité de Ministros del Consejo de Europa recomendó a los Estados miembros “revisar su legislación con vista a suprimir los obstáculos legales para la aplicación de las medidas sustitutivas de las penas privativas de libertad”.
Como puede verse, se trata de mecanismos implementados con éxito en otras partes del mundo desde hace muchísimo tiempo.
Un caso de éxito. En América Latina, un caso que merece especial atención es el brasileño. En ese país, la población penitenciaria aumentó a una tasa del 12% entre 1995 y el 2005, lo que significó un incremento global del 144%. Sin embargo, luego de la puesta en práctica de penas alternativas, dicha tasa detuvo su meteórico ascenso y aumentó a un ritmo del 5% anual, entre el 2005 y el 2009.
Dentro de las penas alternativas, destacó, justamente, la prestación de servicios a la comunidad. Más aún, este tipo de sanción supuso el 80% de las penas alternativas aplicadas en aquel período.
La razón, la ética y la técnica demandan el cambio de un modelo cuestionado en muchas partes, como lo pudimos ver, hace unos pocos días, en el debate presidencial entre los candidatos de los Estados Unidos.
El cambio debe ser estructural, integrado y sistemático; el expediente 20.020 implica hacer un giro en la dirección correcta. La cárcel, ciertamente, aún es necesaria. Hay conductas que solo pueden ser castigadas con el apartamiento; otras, no.
Las penas de utilidad pública son menos costosas que la prisionalización, no generan impunidad, conceden proporcionalidad, según la gravedad de los delitos, facilitan los procesos de reinserción social de quienes han infringido la ley, sobre todo de las personas jóvenes, y reduce los efectos criminógenos del encarcelamiento que nos afectan a todos.
En definitiva, es una oportunidad histórica para que muchos actores participemos en la construcción de un sistema penal del siglo XXI inspirado en la justicia, no en la venganza.
La autora es ministra de Justicia.