A veces, comentar algunos temas es como decir malas palabras en la mesa.
Por ejemplo, decir que es asombroso cómo, en estos días de tanta competencia profesional, surgen los expertos y analistas como libros pop up, como de la nada; verdaderos “googles” de dos patas (diría Paquita la del Barrio), oráculos parlantes de todo cuanto se sabe, porque tienen la habilidad de operar plataformas, botones y programas con destreza.
Por ejemplo, constatar cómo la arrogancia se viste de buena educación para excluir de esta cultura instantánea a varias generaciones que hemos intentado un conocimiento razonable y “a pata”.
Por ejemplo, decir que no se puede tapar el sol con un dedo e ignorar que la ola tecnológica nos arrasó y nos dejó aturdidos, pero no mejores.
Y con mi quijada en el suelo, tipo momia de Steven Spielberg, y las cejas muy levantadas, observo a mi alrededor cómo los chicos que alguna vez vi nacer, y que no llegan a los veinte años, ya son directores, presidentes, gerentes, asesores y todos los “ores” y “entes” posibles sin decir “¡agua va!”.
Que conste que no son celos profesionales de mi parte. Di lo que tenía y lo sigo haciendo con mística y pasión.
Enamorada de mi oficio, desempeñé los roles que la vida quiso darme con dignidad y gratitud. Aprendí de mis maestros todo lo que pude acerca de la ética perlética y pelinpinpuda.
Respeté las canas ajenas que ahora son mías, recordando que ninguna es regalada. Siempre me gustaron más los buzos que los surfistas por un asunto de profundidad, y mucho de lo que sé fue recopilado como semillas de aquí y de allá. Algunas retoñaron, otras no.
Y tampoco es que sepa mucho de nada ni de todo. Pero ese pedestal a la experiencia instantánea donde levantar cátedra sobre superhéroes, quién pinta mejores miniaturas o sabe más de la saga de cualquier cosa, no deja de llamarme la atención.
No es que me preocupe. Estoy clara de que ahora mi palco es como el los viejillos de los Muppets, y critico o me río de lo que no me gusta o no me parece.
Pero este de hoy es, más bien, un ejercicio de reflexión.
El dejar el campo libre es cíclico e histórico, típico y esdrújulo. Pero muchas veces me costó llenar el lugar de mis antecesores. Había que tener muchas horas de vuelo antes de decir “puedo hacerlo”.
No era un tema de cartones o saber manejar una laptop. Era un tema de respeto por el camino recorrido. Y, en ese intento, el reto era mejorar la tarea o sufrir las consecuencias de que te quedara grande la camisa.
Pero no me gusta esa sensación de sacar a los lobos viejos de la manada solo porque saben que saben. Ni me gusta pensar en que los que siguen no quieren saber, ni siquiera intentarlo.
Cuando debo presenciar estos escenarios, guardo silencio. No tiene sentido demostrar lo aprendido si el estruendo es apabullante.
Lo cierto es que, al parecer, la experiencia murió. Y es irónico, porque tampoco hay oportunidades sin ella.
Los más jóvenes se lamentan de que cómo van a ser expertos en algo si no les dan chance.
Y es más irónico que, en cuanto te sale un cabello platinado, se convierte en la primera señal de que el sistema pronto anunciará tu forzoso retiro.
La experiencia murió anulada por el apuro del ya. Fue asesinada por el tiro al aire que anunció la salida de una loca carrera enardecida hacia la nada.
La experiencia descansa en paz, porque todo lo que supo lo aprendió con el sudor de su frente, con hambre y frío, con sueños aguerridos, pagando un alto precio por la satisfacción de lo que costó tratar de volar hacia el Sol como Ícaro y devolverse antes de que se le derritieran las alas.
Le llevaré un ramito de violetas el 2 de noviembre. Le pagaré una misa o haré un rezo en su memoria. Le encenderé una velita china, de esas que no alumbran ni calientan.
Y guardaré, por supuesto, riguroso luto y una vida de silencio ante el dolor de su inevitable y doloroso deceso.
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Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.
