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Un paseo para dominguear

Cuentan que los que se atrevían a tirarse al mar morían comidos por los tiburones. Yo lo dudo. Mi sospecha, en realidad, es que la mayoría de ellos no sabía nadar bien

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Tendría nueve añitos, si la memoria no me falla. El paquete turístico costaba primero un colón; más adelante, debido a la enorme popularidad que llegó a alcanzar, pasaría a valer el doble. Incluía el traslado ida y vuelta en panga desde mi natal Puntarenas, la hidratación, y, como principal motivación, el espectáculo circense de ver en una jaula de escasos dos metros cuadrados a Beltrán Cortés Carvajal –recién reingresado al presidio–, todavía con su deformidad en el brazo derecho producto de la fractura, las operaciones fallidas y las secuelas de una sífilis terciaria. Su reputación se la tenía bien ganada porque en 1938 había asesinado a Ricardo Moreno Cañas y a Carlos Echandi Lahmann. La exhibición al sol de su cuerpo semidesnudo, quemado y demacrado, fue orden del entonces presidente, León Cortés Castro, años antes de las modificaciones sanitarias que aliviaron las condiciones del penal, por ahí de 1950.

Pero el plan de papá no era solo ese. Creo, en realidad, que poco le interesaba ese sujeto. Su idea era realizar un paseo familiar, hacer pícnic, llevarles alimentos y ropa a los reclusos, comprar algún cachivache; en fin, cambiar de ambiente por un rato. Lo tomaba con ilusión, casi como quien hoy planea esos viajes con toda la marimba a los parques de diversiones o a un mall abarrotado de estímulos incandescentes.

Recuerdo como si fuera ayer el subibaja del bote, el agua salpicándome la cara, el sol de la mañana cayendo sobre mi espalda y los cambios de tonalidades del mar conforme nos íbamos acercando a la cara norte de la isla, ahí donde se abre una bahía maravillosa con vista al resto del Golfo: Venado a la izquierda, como si fuera parte de tierra firme; al centro, Chira –mucho más al fondo, lejísimos– y la fusión entre Bejuco y Caballo, un poco más a la derecha. Si había suerte y el día estaba despejado, se observaban los cerros de La Gloria, Cerro Azul –o Bella Vista, dependiendo de dónde se sitúe el observador– e incluso un codito de Barra Honda.

Cuando la panga se acercaba al muelle, ya para entonces destartalado, carcomido por el salitre y el tiempo, se divisaba la silueta en movimiento de los habitantes que nos esperaban para ver qué traeríamos ese día. Muchos ya habían empezado a preparar artesanías, y nuestra visita les representaba la única forma de adquirir dinero para comprar luego algún refresco o cigarrillos.

Así, la calle de la amargura, ese callejón ascendente de piedra adoquinada que tomaba su nombre por la experiencia de saberse carne fresca cuando recién se inicia la condena –producto de los gritos, insultos y jadeos de los reclusos más viejos–, por un día se convertía en una feliz avenida de venta de pulseras, reencuentros de los privados de libertad con sus familiares y narraciones de historias imposibles.

Con los de Máxima Seguridad no tuve contacto, pero mamá contaba que en algunas ocasiones se asomó para ver al pobre desgraciado que se encontraba encerrado dentro del disco, el máximo castigo existente en aquel destierro: un espacio oscuro, enterrado, quemante, con tan solo una pequeña hendija con verjas, de donde emanaba putrefacción y la mirada de quien ha extraviado el alma. Por eso mismo, seguro, fue que nunca me permitieron acercarme a esa sección.

Cuentan que los que se atrevían a tirarse al mar morían comidos por los tiburones. Yo lo dudo. Mi sospecha, en realidad, es que la mayoría de ellos no sabía nadar bien, y que la distancia hasta Puntarenas era reservada solo para los más atléticos. Del lado de la Península, separan tan solo cerca de novecientos metros en dirección a bajo Negritos, pero ahí eran fácilmente atrapados y devueltos a la isla. Y al disco.

Mamá y yo los recordamos a todos como respetuosos y humildes –siempre deambulando como sin rumbo, en la isla y en la vida–. Quizá por eso nunca sentí miedo. Creo que era más bien curiosidad y una especie de intriga por entender cómo habían llegado hasta ahí. Cómo, por su historia de vida, terminaron en esas; convictos, con mucha sarna y poca esperanza. ¿Qué habrían vivido?, ¿cuánto sufrimiento previo experimentaron?

Me invadía entonces la tristeza de verlos sin camisa, tan en los huesos, con la piel carcomida por el sol. Si alguno me llamaba la atención, no lo olvidaba; la próxima vez lo buscaría para ver cómo estaba y saludarlo a la distancia, siempre protegida por una coraza entre papá y mamá.

Antes de caer la tarde, una campanada anunciaba el zarpazo para regresar a casa; luego, el chequeo usual de los guardas de seguridad para comprobar que nadie se escabullera dentro de nuestro bote. Poco después, me quedaba dormido durante el viaje en los regazos de mamá, cansada de tantas emociones. Había terminado nuestro domingo en familia en la isla San Lucas.

Gracias doña Nohemy, la verdadera autora de esta historia.

ricardo.millangonzalez@ucr.ac.cr

Ricardo Millán es médico especialista en Psiquiatría y profesor catedrático en la Universidad de Costa Rica (UCR).

Muelle y bahía de isla San Lucas, Puntarenas
Muelle y bahía de la isla San Lucas, en Puntarenas. Foto: Ricardo Millán (Cortesía: Ricardo Millán/Cortesía: Ricardo Millán)

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