Cuatro o cinco décadas después, el viaje del tren lo recuerdo con los cinco sentidos. Era aroma a mar cuando salía de Limón para recorrer los kilómetros de línea recta junto a la playa repleta de palmeras en Moín; era brisa o lluvia que entraba por sus grandes ventanas en las seis horas de Limón a San José.
Era un zarandeo perpetuo que hacía sentir la fuerza de las dos locomotoras que jalaban El Pachuco, el servicio de pasajeros más rápido de esos años cuando no existía una carretera hacia Limón.
El Pachucho paraba a recoger pasajeros en unos pocos puntos como Matina, pero la primera gran parada era Siquirres. Allí, también subían las vendedoras de pescado frito encebollado; las de refrescantes melcochas rojas y blancas de peppermint ... “¡Lleve, lleve!”. Todo mundo les compraba algo.
Allí también subía La Chola, una señorona, pequeña y regordeta, con una canasta cubierta con una resplandeciente tela blanca de la cual salían delicias: gallos de gallina achiotada, gallos de huevo duro, gallos de frijoles y tortas de huevo... La Chola desbordaba entusiasmo y era una artista del equilibrio después de tantos años de viajes: ningún meneón del tren era capaz de traérsela al suelo. Ella se bajaba en Peralta.
El viaje seguía. El “conductor”, aquel hombre de camisa blanca y gorra con visera que era el mandamás en los vagones, pasaba y volvía a repasar los vagones. Otro que pasaba y repasaba los pasillos era un vendedor de refrescos. Jalaba un cajón de madera lleno de gaseosas de la época en botella de vidrio: cola, zarza, piña y hasta la Orange Crush.
El tren continuaba por Piedras de Fuego, donde el viaje bien podía terminar. Si había derrumbe en ese inestable suelo de piedras de color rojizo, había que esperar a que los peones lo removieran y, si no, de vuelta a Limón.
Si el viaje continuaba, había parada en Cartago y, a partir de ahí, todo cambiaba. Inolvidable el paso por Cuesta del Fierro: era un territorio de inconfundible olor a ciprés y de un aire frío que anunciaba la llegada a la capital. Era momento de ponerse el suéter. Era tiempo de asomarse a la ventana a ver casas, gente, carros y, por último, a la señorial estación del Atlántico, donde se armaba el alboroto con los recién llegados.
El autor es jefe de redacción en La Nación.