Durante los últimos procesos electorales, la mayoría de los “analistas” y formadores de opinión, disfrazados de embustera objetividad y con impertinente petulancia, han criticado con dureza y, frecuentemente, a los candidatos presidenciales porque, según ellos, el debate político y la oferta electoral transcurre carente de ideas y propuestas.
A pesar de las abundantes opiniones que los aspirantes a la primera magistratura exponen todos los días en declaraciones, entrevistas, conferencias de prensa, mesas redondas y actividades donde se confrontan con sus rivales, persisten en aseverar que hay ausencia de planteamientos ideológicos y programáticos serios y bien fundamentados, y que estos son necesarios para que el votante pueda decidir a quién favorece con su voto.
Ignoran y desestiman, con una falta de rigurosidad intelectual y ética, el trabajo serio y concienzudo de los equipos de expertos de los diferentes partidos políticos, quienes durante meses de estudio y análisis abordan en extenso y con profundidad los problemas del país, resultado que plasman en los programas de gobierno con las propuestas y acciones que, de acuerdo con la visión o la ideología de cada agrupación, se deben instrumentalizar como políticas públicas.
Falsa afirmación. Esta afirmación antojadiza y falsa ha sido interiorizada y asumida por la mayoría de los electores como una verdad absoluta, incontestable, de tal manera que muchos de ellos la repiten, un poco por esnobismo, en sus conversaciones y discusiones sobre la campaña política y sus actores.
Aseguran, aunque nunca se han interesado en conocer qué piensan los candidatos ni cuáles son las propuestas formuladas en sus programas de gobierno, que la ausencia de ideas y planes concretos les dificulta tomar una decisión.
Sin embargo, de acuerdo con estudios sobre el tema, la realidad es otra. Por lo general, el elector define su voto influenciado más por aspectos de carácter emocional que por aquellos de naturaleza racional.
Para la mayoría, las ideas y las propuestas expuestas por los candidatos no tienen tanta importancia en la motivación y determinación de su preferencia electoral como aquellos asuntos de índole emotivo.
Los resultados de las últimas dos elecciones, la del 2014 y la del pasado 4 de febrero, así lo confirman.
En la primera de ellas, la mayoría del electorado lo que quería era un “cambio” y favorecieron la opción que consideraron podía evitar el triunfo del Partido Liberación Nacional (PLN), que pretendía un tercer período consecutivo y representaba el “continuismo”.
La prueba es que antes de favorecer finalmente al Partido Acción Ciudadana (PAC), en otros momentos del proceso esa mayoría se inclinó por otras opciones de distinto signo ideológico y disparidad de propuestas, como el Frente Amplio (FA) o el Movimiento Libertario (ML).
Está claro que en esa ocasión las ideas y los planteamientos programáticos de uno u otro candidato o partido no fueron la motivación para definir el voto de la mayoría, simplemente la polarización se dio entre las opciones que representaban el “cambio” o el “continuismo”.
Polarización de hoy. En el proceso del pasado 4 de febrero, pese a la campaña del Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) estimulando “un voto informado”, la decisión final se polarizó por la resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el matrimonio igualitario, lo cual provocó actitudes emocionales a favor y en contra.
La mayoría del electorado concentró su interés en el matrimonio entre personas del mismo sexo y favorecieron, unos al candidato que manifestó su oposición a la decisión de dicha Corte, y otros al que expresó su acuerdo con el fondo de la resolución.
Las propuestas de los candidatos sobre los principales problemas del país, como el alto déficit fiscal, el incremento de la inseguridad ciudadana, el deterioro de la infraestructura vial, la escalada de la corrupción, entre otros, pasaron a segundo plano y no definieron la elección.
Así, la crítica, de por sí falsa, de que los procesos electorales transcurren ayunos de ideas y programas, tiene su fundamento en la premisa, también falsa, de que las ideas y los programas son los aspectos que definen las preferencias de los electores.
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Por el contrario, se puede afirmar que en la elección de nuestros gobernantes predomina el voto emotivo y el ideal de un voto racional, de un “voto informado”, es aún un anhelo, una quimera.
Para revertir esa realidad y alcanzar el objetivo de un voto mayoritariamente racional, se necesita un proceso de largo plazo, una importante inversión del Estado para mejorar nuestra incipiente cultura política y cívica, acompañado por un esfuerzo para mejorar la calidad de nuestro modelo educativo, porque aunque todos somos susceptibles de ser manipulados emocionalmente, lo cierto es que esa posibilidad aumenta cuanto mayor es el vacío educativo del ciudadano.
El autor es exembajador.