Soy periodista y soy migrante nicaragüense, tengo siete años de residir en Costa Rica, país al que agradezco la oportunidad de crecer como persona y enriquecer mis experiencias de vida en lo personal y profesional.
Admiro lo que esta gran nación centroamericana hace de manera ejemplar: su política de conservación ambiental, la visionaria abolición del ejército, la construcción de su identidad como una de las democracias más sólidas y longevas del continente.
El 3 de abril, una vez más, los costarricenses fueron a las urnas para elegir a su presidente en una jornada tranquila en la que rápidamente se conoció un resultado que nadie cuestionó, gracias a un sistema electoral robusto y creíble, y a una ciudadanía que respeta y entiende el funcionamiento del sistema democrático.
Durante este tiempo, he notado lo que incomoda e indigna a la población, lo que se puede y debe mejorar.
Uno de los asuntos que urge atender es la falta de condiciones dignas para una significativa parte de su población.
Costa Rica es una de las economías más desiguales del mundo, según datos del Banco Mundial, y la Organización de las Naciones Unidas advierte sobre el retroceso socioeconómico de una población agobiada por el desempleo y la pobreza.
Como bien lo planteó el politólogo Daniel Zovatto en su artículo “Chaves y la democracia de Costa Rica están a prueba” (17/4/2022), “el país necesita revisar el modelo de desarrollo y su sostenibilidad, mejorar la eficacia del gobierno y sus políticas públicas, la calidad de los bienes y servicios ofrecidos a sus ciudadanos y generar mayor inclusión y cohesión social”.
Esa pobreza, esa desigualdad y esa falta de empleo tienen un rostro que muchas veces pasa inadvertido durante las conversaciones políticas locales: el del migrante nicaragüense.
Costa Rica era, hasta el 2019, el país de las Américas con la tasa más alta de población migrante como porcentaje de su población total (un 10,5%), entre la cual el 80% es nicaragüense.
En un país de cinco millones de habitantes, somos aproximadamente medio millón —entre quienes residimos de manera regular, irregular, solicitantes de refugio y refugiados— los nicaragüenses que hemos llegado a lo largo de décadas.
Basta con recorrer los precarios de las zonas urbanas o los cantones costeros y rurales transfronterizos, como lo hago yo, quien, por mi trabajo periodístico, retrato a esa población y me doy cuenta de que a los nicaragüenses el sistema los deja atrás.
Esa realidad de la población migrante nicaragüense la describe el estudio realizado en febrero Los migrantes nicaragüenses en Costa Rica, vulnerabilidad e implicaciones de su integración, elaborado por Manuel Orozco, especialista en temas migratorios de Diálogo Interamericano, y auspiciado por el medio de comunicación Confidencial.
De acuerdo con el estudio, los ingresos mensuales del 75% de los nicaragüenses están por debajo de los ¢450.000 y casi el 90% gana menos del ingreso per cápita.
Las ocupaciones de los migrantes no cambian sustancialmente en el tiempo. Se siguen desempeñando en construcción, trabajo doméstico o servicios, es decir, empleos de baja remuneración.
Solamente un 15% de los consultados reúnen los tres criterios mínimos de estabilidad o integración: tener estatus regularizado, ingreso superior a ¢450.000 y cuenta bancaria.
El estudio subraya que la falta de empleo y el trámite de “papeles” son las mayores dificultades a las que se enfrentan quienes llegaron antes y a raíz de la crisis nicaragüense que estalló en el 2018.
Son hallazgos muy similares a los que arrojan estudios hechos hace una o más décadas por académicos y organizaciones locales e internacionales. No parece haber movilidad social significativa entre los migrantes en Costa Rica.
Para el catedrático de la UCR Alberto Cortés Ramos, el país define su ciudadanía en torno a la nacionalidad de las personas y no de quienes habitan su territorio.
Durante la primera ronda electoral, en su calidad de candidato, Rodrigo Chaves dijo que en su plan de gobierno “el principal elemento en la política exterior y la política migratoria es buscar el bienestar de los ciudadanos costarricenses” y aseguró que, de llegar a la presidencia, otorgaría un beneficio a los nicaragüenses para que se regularicen.
Ojalá lo concrete y sea la primera de otras prioridades que el mandatario y su gabinete tengan en cuenta dentro de su meta de hacer de Costa Rica un país más equitativo y justo.
Es necesario que el bienestar del que habló no sea solo para los costarricenses, sino para todos los habitantes, y ello dependerá de la integración de la población migrante en las distintas políticas públicas.
Significa considerar dentro de la práctica estatal la realización de encuestas y estudios para obtener datos desagregados sobre esta población para comprender mejor los obstáculos que enfrentan por el propio hecho de ser migrantes.
Implica la propuesta de soluciones con una visión sensibilizada y consciente de las necesidades particulares de estas personas.
Los gobiernos anteriores hicieron esfuerzos considerables, pero es evidente que quedan brechas por cerrar a fin de lograr que los migrantes superen los rezagos.
Creo hablar por todos cuando digo que la población migrante ama, respeta, admira y agradece a este país haberle abierto las puertas de manera incondicional e ininterrumpida, por haberle dado oportunidades y refugio. De igual manera, los migrantes le aportan y enriquecen con su trabajo, cultura y diversidad.
La población migrante pertenece y es parte de Costa Rica, y desea, tanto como los costarricenses, que a las nuevas autoridades les vaya bien y que el país salga adelante.
Para eso, se necesita que todos seamos tomados en cuenta por el nuevo gobierno. Una mejor y mayor integración de la población migrante hará este país no solo más próspero, sino también más democrático.
cindy.regidor@confidencial.com.ni
La autora es periodista de Confidencial, editora de la sección Nicas migrantes.