El “plan piloto” puesto en práctica para facilitar el traslado ordenado de migrantes cubanos desde Costa Rica y Panamá hacia Estados Unidos se ha desarrollado con éxito.
El martes 12 de este mes, 180 adultos viajaron en avión de Liberia a San Salvador, pasaron rápidamente por Guatemala y el miércoles llegaron a México, que les otorgó 20 días para permanecer en su territorio y alcanzar la frontera estadounidense por sus propios medios.
Algunos lo hicieron rápidamente: el viernes 15, un pequeño grupo se presentó a las autoridades migratorias en Laredo y fue admitido en Estados Unidos, al amparo de normas que les otorgan trato especial tras pisar su territorio. Otros han seguido sus pasos.
Concluida la prueba y asimiladas sus lecciones, los países involucrados deberán decidir si se aplicará a gran escala, y de qué forma. Escalar el plan a casi 7.000 personas implicará un enorme reto, pero es posible superarlo si las partes respetan sus compromisos.
Sin embargo, así como vale la pena un gran esfuerzo para cumplir con la tarea, también debemos comprender que la “operación traslado” no implicará una solución permanente a la crisis.
La razón es tan clara como incontrolable: el origen de fondo de esta oleada migratoria es la catastrófica situación política, social y económica de Cuba, y nada indica que mejorará a corto plazo, sino al contrario.
Expulsión y atracción. En todo proceso migratorio interactúan tres fuerzas macro: el país de origen, que por diversas razones expulsa población; el de destino, que la atrae; y el o los países de tránsito. En este caso se trata, en el mismo orden, de Cuba, Estados Unidos, y todos los que, a partir de Ecuador, punto de llegada desde la isla, son ruta hacia la meta.
Además de su atracción generalizada, Estados Unidos ha puesto en práctica decisiones que facilitan la migración cubana. Gracias a acuerdos con La Habana en 1994 y 1995, Washington se comprometió a aceptar anualmente, mediante un programa de visas, a 20.000 cubanos, y a devolver a los que intercepte en el intento de alcanzar sus costas.
A la vez, de manera unilateral, adoptó la llamada política de “pies mojados-pies secos”, según la cual los que ingresen en su territorio tienen derecho, según lo establecido por la “Ley de ajuste cubano” de 1966, a tramitar residencia permanente.
Los Castro, que siempre transfieren a otros sus fracasos, culpan a esa política por la emergencia migratoria en curso, eluden su responsabilidad en ella y desconocen el elemental deber de proteger a sus ciudadanos migrantes. Su actitud es inaceptable; sus argumentos, insostenibles.
Si esta oleada masiva fuera culpa estadounidense, debió haberse producido desde que la política “pies mojados-pies secos” entró en vigor. Sin embargo, en las dos décadas que han transcurrido el ingreso ilegal de cubanos a Estados Unidos, ya sea por mar (estrecho de la Florida) o tierra (México), rondó un promedio anual de 5.000.
¿Por qué se hizo diez veces más grande en los últimos doce meses, cuando solo por la frontera mexicana ingresaron alrededor de 45.000? La respuesta hay que buscarla en hechos recientes, vinculados con la naturaleza y desempeño del régimen.
Desconfianza y descalabro. Desde que comenzó el proceso de normalización de relaciones entre Estados Unidos y Cuba, en diciembre del 2014, surgió el rumor de que la política de “pies mojados-pies secos” llegaría pronto a su fin. Para una población experta en desconfianza, de nada han valido las garantías oficiales en sentido contrario.
Como consecuencia, muchos cubanos decidieron arriesgarse a salir ilegalmente con la mayor rapidez posible, ante la expectativa de que se cierren las puertas de Estados Unidos. Es decir, no es la política actual, sino el temor a que desaparezca, una de las razones del flujo.
En el 2013, como parte de sus tímidas y desarticuladas medidas reformistas, el Gobierno cubano había eliminado los permisos gubernamentales para viajar al exterior. Meses después, Ecuador, aliado de Cuba, hizo lo mismo con las visas a los cubanos. Se abrió así una vía fácil para convertir a Quito en el punto de arranque de la nueva ruta terrestre, algo que el régimen, lejos de desestimular, incentivó, quizá como válvula de escape y mecanismo de presión sobre Estados Unidos.
Pero la causa más profunda del éxodo hay que buscarla en la pauperización de la vida cubana, la represión que no cesa, la crónica falta de oportunidades y un entorno nacional e internacional cada vez más crítico.
La homeopática “reforma” económica interna está lejos de ser un plan coherente para generar mayor producción, promover el crecimiento y estimular el bienestar general. Más bien, es una colección de parches desarticulados e insuficientes, con efectos colaterales imprevistos, como los generados cuando se permitió a los particulares la venta libre de vehículos y casas, antes controlada por el Estado.
En otras circunstancias, esta medida habría sido un componente más en el camino hacia una economía de mercado, capaz de producir cierto dinamismo en la economía. En el contexto cubano, se convirtió en una oportunidad coyuntural para financiar el éxodo de muchos vía Quito y pagar a los coyotes. Así, un componente de las incoherentes reformas terminó convertido en estímulo a la ilegalidad migratoria.
Sin salida. Todo esto ocurre mientras el deterioro se acrecienta y no existen opciones de salida a corto plazo.
La caída vertical en los precios del petróleo ya había hecho que Venezuela, principal respirador artificial de la Isla, comenzara a reducir el oxígeno financiero. Su cercano colapso económico –que ya hasta Nicolás Maduro reconoce– y el Parlamento controlado por la oposición harán aún más difícil mantener los subsidios, y no se puede descartar su desaparición.
A tan oscuros nubarrones se añaden otros problemas internos y de aliados o socios de Cuba. Al primer grupo pertenecen la caída en los precios del níquel –uno de sus pocos productos de exportación—, la falta de resultados de los tímidos cambios internos, la lentitud y modestia en el eventual flujo de inversiones extranjeras y la imposibilidad de que el turismo compense tantas carencias. En el segundo, se ubican la enorme recesión en Rusia, la desaceleración de China, el desplome político y económico de Brasil y el fin de la era Kirchner-Fernández en Argentina.
Todo esto lo saben y padecen los cubanos, y se ha convertido en un poderoso factor que empuja al éxodo. Y como no hay indicios de mejora en los disparadores de migración, la única forma de frenarla será si el régimen restituye los permisos de salida, Ecuador cierra el ingreso a los cubanos y los países de tránsito optan por deportar a los que ingreses ilegalmente.
Implantar tales medidas de control sería una forma de bloquear las manifestaciones del problema, no de resolver sus causas. Podrían generar resultados, pero dejarían más al desnudo el fracaso del régimen y quizá exacerbarían tensiones sociales que se vuelvan en su contra.
En el fondo, la crisis migratoria cubana es un reflejo más de la crisis del sistema. Y solo cuando este se transforme podrá esperarse una solución estable.
El autor es periodista.