La sobrepoblación y el hacinamiento carcelario en América Latina es una realidad asumida y, por tanto, oculta el carácter verdaderamente problemático. Sin embargo, es fundamental seguir tratando el tema hasta encontrar soluciones eficaces, si queremos que el respeto a la dignidad humana sea valorado en nuestros sistemas democráticos, seriamente degradados debido a la falta de atención o enfoques inadecuados.
En una democracia, se espera que las penas garanticen derechos y limiten el poder de quienes actúan en nombre del pueblo. La mayoría de las constituciones latinoamericanas se inspiran en este principio. Sin embargo, el contraste con la realidad presenta un completo desvío.
Es una cuestión que va más allá del ámbito del derecho y debe ser comprendida a partir de la violencia estructural y la inequidad social. Si bien lograr cambios significativos será un camino largo y complicado, al menos a corto plazo, debemos esforzarnos por humanizar el castigo y dotarlo de racionalidad en la medida de lo posible.
Es esencial plantear el problema no por demagogia, sino porque la privación de libertad representa un castigo suficiente. En una sociedad republicana, como la que presumimos ser, degradar a una persona hasta el punto de vivir en condiciones indignas es una negación flagrante de la paz y la democracia.
Para redimensionar la finalidad de la pena en América Latina, debemos utilizar la rigurosidad científica para reconocer los límites de los modelos actuales y comprender el estrecho margen de acción que tienen las prisiones. Es fundamental diversificar las respuestas al delito desde una perspectiva eficaz, evitando una mera inflación del catálogo punitivo alternativo.
La prisión debe transitar hacia una posición más realista y centrada en los derechos humanos. Es imperativo trabajar para reducir su efecto deteriorante y atender de manera eficiente las necesidades vitales de los reclusos, como agua, alimentación balanceada, abrigo, atención médica y psiquiátrica, visitas familiares, deporte, recreación, respeto al libre ejercicio de credo, comunicación y todos los derechos consagrados en instrumentos internacionales, incluidos el trabajo y la educación.
El tratamiento tradicional que apuesta por nuevas criminalizaciones, eliminación o disminución de garantías procesales, autorización de abusos y potenciamiento del poder policial implica una renuncia a la libertad y un favorecimiento del control de las actividades de las personas, lo cual resulta insostenible en un Estado de derecho.
La falta de reconocimiento de la saturación en las instituciones penitenciarias en la región —reproductoras de la violencia social estructural y origen de graves violaciones de derechos humanos— impide un adecuado manejo de los programas de atención para facilitar la reintegración a una vida en condiciones aceptables. Este debería ser el único objetivo admisible de la pena de privación de libertad.
Algunas propuestas
Pedagogía frente a la sociedad. Uno de los principales desafíos radica en informar a la comunidad acerca de la posición de garante del Estado hacia las personas bajo su custodia. El Estado tiene la obligación reforzada de salvaguardar los derechos humanos y garantizar el acceso a servicios básicos para toda la población, en especial para aquellos que egresan de prisión, con el fin de impedir su retorno.
Es fundamental que la sociedad comprenda la complejidad multifactorial del delito y desarrolle empatía hacia los segmentos que son marginados, incluso antes de ingresar a prisión. Uno de nuestros desafíos es enfrentar la desinformación y la mala interpretación que conducen a estigmatizar a quienes sufren privación de libertad. Esta población es percibida como “los otros”, los “malos”, a quienes se debe segregar y castigar.
Para revertir la situación en torno al sistema penitenciario y penal, es imprescindible que todos nos involucremos, incluidos los responsables políticos en la toma de decisiones. No será suficiente con esfuerzos aislados; necesitamos el apoyo de la ciudadanía. Para lograrlo, es necesario transmitir con claridad la angustia que causa el estado de las cárceles en la región y fomentar la solidaridad hacia esta población.
Otros mecanismos de sanción. Ampliar el abanico de sanciones penales, garantizando su eficacia, y eliminar las penas mínimas son estrategias que permitirían reducir el encierro a los casos en que sea verdaderamente necesario. Esto obligaría a los tribunales a fundamentar y determinar de manera adecuada las sanciones penales.
Por lo tanto, resulta urgente en el ámbito regional discutir sobre la inutilidad teórica de la prisión y las ventajas de otras medidas basadas en el rendimiento penitenciario. Esta tarea aún está pendiente y debe involucrar a la academia para abarcar el fenómeno de forma más completa.
Lo fundamental sería disminuir la aplicación de la pena privativa de libertad y no precisamente la construcción de nuevas cárceles, que solo debieran ser utilizadas para renovar las existentes.
No se trata de crear un catálogo de penas alternativas, como el arresto domiciliario, trabajos de utilidad pública, conmutación de penas, tratamiento de drogas bajo supervisión restaurativa, monitoreo electrónico, sanciones socioeducativas o multas, lo esencial es asegurar su aplicación, ya que, al menos en nuestro país, esta práctica es bastante limitada.
Un análisis profundo y objetivo mostraría, como evidencian algunos estudios, que los índices de reincidencia son sorprendentemente bajos.
Medios de comunicación. Políticos, utilizando ciertos medios de comunicación, arraigan en el imaginario popular la idea de que el derecho penal es la herramienta para resolver los grandes problemas de la criminalidad, principalmente, mediante la privación de libertad.
Por un lado, hechos relacionados con infracciones a las normas penales se presentan con un enfoque sensacionalista y estigmatizador, en busca de apelar al castigo mediático en lugar de proporcionar información objetiva.
Por otro, las acciones orientadas a favorecer la inserción, medidas sustitutivas, beneficios penitenciarios, herramientas positivas de motivación y habilidades para la vida en libertad son presentadas como actos de complicidad con el agresor y la relegación a un segundo plano de la víctima, lo cual provoca indignación en la sociedad.
El sesgo ideológico que favorece políticas populistas no considera la gravedad del rechazo que produce en la comunidad.
No debemos olvidar que así como alguien ingresa a la cárcel, también saldrá en algún momento. Es fundamental preguntarnos cómo queremos que egresen, ¿con posibilidades reales de reintegrarse a la sociedad de manera constructiva o llenos de odio y violencia hacia el mundo?
Debemos tener claridad para transmitir que se utiliza la política penal como solución a problemas sociales. ¿Será utópico pedir que se haga de la comunicación un ejercicio democrático, irrefutable en su contenido, con la belleza que da a las frases el brillo de su claridad y su correspondencia con la verdad?
Acompañamiento pospenitenciario. Si llegamos a la conclusión de que la cárcel seguirá siendo una institución presente por mucho tiempo, es fundamental otorgarle una finalidad vinculada con la reintegración a la sociedad, de manera que la dotemos de cierta racionalidad.
Es necesario trabajar en un enfoque que dignifique a la persona y garantice sus derechos fundamentales, involucrando a las familias, comunidades y al reo como sujeto de derechos y actor de su propio desarrollo.
A pesar de ello, la inclusión social es históricamente una de las áreas de menor relevancia, de manera particular en momentos en los que la privación de libertad se ha convertido en la principal respuesta del sistema penal, lo que ha tenido un fuerte impacto en la sobrepoblación y hacinamiento.
Las instituciones estatales en su conjunto deben adoptar un enfoque coordinado, estructurado y sistemático de acciones para planificar el egreso y proporcionar un adecuado acompañamiento en libertad.
La empresa privada debe involucrarse como actor importante para presentar opciones laborales dentro de la prisión y fuera de ella. Es imprescindible contar con una entidad encargada de esta actividad, que coordine y articule la inserción desde el interior de las cárceles y sea responsable del seguimiento una vez en libertad.
El Estado no debe desentenderse a quienes abandonan la prisión, pues debe asegurar que se cumpla la finalidad del encierro, que no puede ser otra que la inserción adecuada en el mundo libre.
El camino hacia una justicia penal más humanizada y eficaz no es sencillo, pero debemos recordar que cada paso que damos en esta dirección impactará positivamente en la vida de miles de personas y en el bienestar de la sociedad.
La autora es exministra de Justicia y Paz.