Informan las agencias de prensa que hace unos días apareció, en el campus de la Universidad Nacional Autónoma de México, el cuerpo de una joven estudiante ahorcada con el cable telefónico de una cabina adyacente. En su mano, aún sostenía una correa para perro, seguramente de los que ella sacaba a pasear para ganarse la vida.
Por jurisdicción, el crimen le corresponde investigarlo y perseguirlo a la Procuraduría de la ciudad de México que es, allá, el equivalente a nuestro Ministerio Público. Las primeras diligencias permitieron conocer que la víctima había tenido una fuerte discusión con su novio pocas horas antes del homicidio y que este fue hallado, en un paraje cercano, completamente borracho.
Pero no nos equivoquemos al anticipar conclusiones: muy pronto la Procuraduría identificaría al principal sospechoso –más bien sospechosa– del homicidio: la propia víctima. En repetidos tuits los procuradores afirmaron que se tenía a la víctima como principal sospechosa de su homicidio, dado que ella “era alcohólica y mala estudiante” “estaba drogándose con unos amigos” y, para peor hacerlo, “se había ido de casa y vivía en concubinato con su novio”. Con esas “irrefutables pruebas” los fiscales procuradores aclararon el homicidio.
El escándalo ha sido tal que los fiscales borraron los tuits y ofrecieron disculpas, pero lo que no pudieron borrar fue su divulgada convicción de que las víctimas del machismo son culpables por ser quienes son.
En Costa Rica, la cosa no anda muy lejos: hace unos días, como comentario a una nota de prensa que informaba sobre el homicidio de una mujer en Tilarán –cuyo autor se suicidó de seguido– un “macho varón masculino”, de esos que sobran por aquí, afirmó, literalmente, que “algo le ha de haber hecho la vieja para que la matara”.
No es el único caso. Hay en nuestro país algunos medios que cuando informan de un feminicidio titulan la nota con afirmaciones tales como: “La mató por amor”, “En lío pasional mata esposa”, “Por infiel la degüella” y otras lindezas semejantes. Pero no son solo los medios, también un amplio segmento del común de los mortales –incluyendo mujeres– consideran que la víctima es la culpable a grado tal que ante el acoso sexual callejero lo justifican porque “es culpa de la mujer por andar vestida como anda”. O las violaciones porque “nadie las tiene a ellas metidas donde andan metidas”. Para el mero macho, la víctima es la culpable, el crimen perfecto.
El machismo, surgido inmediatamente después de la etapa del comunismo primitivo, no solo se ceba contra la mujer, también los hijos y las hijas son parte del patrimonio material del macho que los considera –particularmente desde la primera infancia hasta la adolescencia– como objetos de su propiedad.
¿Cuántas veces hemos escuchado a un padre –también a muchas madres– afirmar que sus “hijos son suyos” y que “con ellos pueden hacer lo que quieran”, incluyendo agredirlos física y emocionalmente, quemarlos, lesionarlos, herirlos, matarlos?
Al cabo, según el derecho romano, la mujer, los hijos, las hijas, los esclavos y las bestias son parte constitutiva de la res familias sobre los cuales el páter tiene poder de vida y muerte.
Y, mientras todo esto sucede –y sucede todos los días– nosotros presumimos de tradición y trayectoria en materia de vigencia y respeto a los derechos humanos. Si no fuera trágico, sería cómico, pero no lo es.
El autor es abogado.