―Fue difícil dejar todo esto cuando nos fuimos a San José―, me dijo Sonia, sentada en su silla portátil frente al faro, en el Puerto, ya ahí por donde se estira el último tramo de la punta de arenas. Aunque es viernes, no jueves –el mejor día, según los conocedores–, igual la cumbia suena de fondo, intercalando con salsa y merengue. Humean las carnitas, la brisa refresca y todos, sentados o meneando las caderas, nos contagiamos por una complicidad con aroma a sal.
El ferri de Paquera sale –y regresa– también con su fiesta, con el karaoke que se escucha a la distancia; los sigo con un recorrido mental hasta Curú, Montezuma, Malpaís, Santa Teresa o el límite que marca el río Bongo. Pasan tan cerca que hasta podría saltar e irme con ellos, una vez más, a recorrer esa parte de la Península que aún sigue siendo cédula seis.
Están las aprendices, como esa chiquita de nueve vestida para la ocasión, dando sus primeros pasos, con la confianza de una experta; el viejo sin ritmo ni complejos, haciendo sus piruetas, extasiado; aquel que camina cojeando pero baila como si la rodilla no le traqueara; la señora de puntos rojos, que, igual a la de la camisa amarilla una vez en el Caribe, dejaba atrás los años –y el bastón de cuatro puntos– para poder contagiarse, y ser una más; y ellos dos, con sus camisas de lentejuelas, los pasos entrenados, la coordinación que solo dan años de práctica y sudor: son, por supuesto, del selecto grupo de los que saben bailar.
Dicen que doña Gladys, todavía el año pasado, de noventa y cuatro, venía religiosamente.
―Y no, no crea que aceptaba sentarse allá al fondo. Era aquí, en la primera fila, al frente de los músicos, para ver a todo el mundo pasar y saludarlos―. Era, supongo, la razón verdadera de la longevidad que también invoca las zonas azules: actividad, alegría, vínculos, familia y buen pescao; todo en un mismo lugar, una cátedra de cómo llegar a viejo y, sobre todo, de cómo llegar bien.
Quienes se acercan con miedo, por las noticias, por esa parte tan triste –y a veces tan verdadera– de nuestra realidad, rapidito lo olvidan, aunque sea tan solo durante esas tres horas. Los timbales ayudan, las chinelas desgastadas permiten sentir el ritmo de las olas y de esas estrellas únicas de la costa pacífica, esperando tan solo una Magdalena para el zarpe.
Y es que hay algo de estar ahí, tan familiar, tan de la época de A la Deriva, de vuelta a la infancia del Tioga y del granizado con doble leche Pinito, al año de trabajo en el Monseñor, a las aventuras de los atardeceres del fin de semana o a los partidos en la cancha de Chacarita o El Roble. Recuerdan, cada uno, la esencia costarricense de lo que somos, que casi hemos perdido, pero que se resiste a desaparecer, aún.
Una iniciativa tan espontánea como comunitaria contrasta con un balneario oxidado, fiel representante de una estructura gubernamental en ruinas, que quedó varada sin seguirles el ritmo a las necesidades de los tiempos. Los músicos, aquellos artesanos, unos cocineros sudorosos en sus carritos de comida, las personas encargadas de la limpieza, los entusiastas bailarines… todos saben que hoy ejercen, con orgullo, su cuota de responsabilidad social.
Y todos los que estamos aquí, aunque sea tan solo durante un viernes de faro, en conjunto, recuperamos el espacio público perdido, nos adueñamos de él, le damos vida, lo hacemos más seguro. En ese breve trance, nos miramos a los ojos, abrazados, moviéndonos, tocándonos, sudando, sintiendo una conexión real y humana, tan necesaria en tiempos tan oscuros. Ahí, al final de ese camino, es donde se siembran las bases para un verdadero bienestar.
Dedicado a mis amigos arquitectos gestores y defensores del espacio público.
ricardo.millangonzalez@ucr.ac.cr
Ricardo Millán es médico especialista en Psiquiatría y profesor catedrático en la Universidad de Costa Rica (UCR).