Lea usted bien: el Colegio de Médicos no rebajará ni un colón de su “tarifario”. Luego de publicarlo en La Gaceta (como si fuese una ley), el Colegio solamente ha suspendido su aplicación hasta el 18 de junio, cuando volverá a imponerlo a la gente.
Según un comunicado del Colegio, se postergó la aplicación del tarifario “para coordinar y establecer con las personas tanto físicas como jurídicas contratantes de servicios médicos, la metodología, el uso del tarifario y cualquier aclaración en relación con su aplicación concreta”.
Por tanto, no se cambiarán las tarifas, que multiplican entre 200 y 300 veces las anteriores y causarán más inflación. Todo seguirá igual pues sería ridículo cambiar, en 30 días, las tarifas, que exigieron cinco años de agotadores cálculos del Colegio, según el fiscal de esa entidad, Orlando Urroz ( La Nación, 11/5/2016).
Los costos del nuevo tarifario suscitaron justas quejas, pero ninguna va a los fondos del asunto: 1. El falso derecho que se atribuyen los colegios profesionales para fijar los cobros mínimos de sus asociados. 2. El falso derecho que se atribuyen ciertos clubes de amigos (autollamados “colegios”) para impedir el ejercicio de las profesiones.
Deslealtades. Ningún colegio tiene el derecho de fijar cuánto debe cobrar un profesional: no es su problema, no le importa. Si un profesional cobra poco, pero trabaja bien, ganará muchos clientes; si otro cobra mucho y trabaja mal, perderá clientes. Son asuntos suyos, y un colegio profesional no debe intervenir en esos tratos privados.
¿Por qué legisla el Colegio Médico cuáles son los costos mínimos?: misterio... Tales costos protegen a los ineptos: malos profesionales a quienes deberemos pagar ¢ 175.825 por la destrucción de una lesión cutánea, aunque el remedio resulte peor que la enfermedad. Dicho sea de paso, ¿cómo fijaron esos cinco últimos colones? Fue un cálculo primoroso que les tomó cinco años de denso trabajo –cual proclamó el señor Urroz–.
El señor Urroz también expresó que los costos mínimos garantizan “el ejercicio leal de la profesión”. No entendemos esta rareza. El ejercicio leal de la profesión médica consiste en empeñarse lealmente en curar la enfermedad de una persona; no consiste en cobrar X o Z. Por otra parte, ¿qué pasaría si un paciente careciera del dinero “tarifeado” por los calculistas: deberá negarle un médico el tratamiento? ¿Deberá una médica dejar morir a un enfermo pobre?
¿Han calculado los calculistas el cálculo de una muerte por la insolvencia de un enfermo? Por no aplicar el tarifario, el Colegio Médico expulsaría a los médicos humanistas de antes –y de hoy– que trataban a un enfermo y se dejaban pagar con papas o gallinas. Por cierto, el tarifario no incluye en cuánto debe valorarse una gallina, dado el caso.
¿Cómo se beneficia un paciente con la novísimas tarifas? No hay cómo; no le garantiza un buen tratamiento. Lo único que un paciente sabe es que deberá pagar X colones por un tratamiento sea cual fuere el resultado que le vendan: mal negocio. De paso, ¿por qué el Colegio no publica un tarifario de pagos máximos?
Son clubes privados. Por otra parte, el gran problema no es el tarifario: son los mismos colegios profesionales y los increíbles privilegios que se atribuyen. Las leyes que amparan a los colegios profesionales estipulan que son entidades “públicas”, pero esto es falso. Así, la ley orgánica del Colegio Federado de Ingenieros y Arquitectos establece que este es “un organismo de carácter público”. Por su parte, en su página de Internet, el Colegio de Profesionales en Ciencias Económicas se presenta como “una corporación pública sin fines de lucro”. Lo mismo rige para los otros colegios profesionales: proclaman el mito de que son entidades “públicas”.
No importa qué indiquen las leyes: los colegios profesionales son clubes privados. No son entidades públicas porque sus miembros no son elegidos por los ciudadanos (como sí lo son los diputados) ni son nombrados por otras autoridades estatales (como sí lo son los ministros).
Los miembros de los colegios profesionales ingresan con la aprobación de los miembros ya admitidos, y sus directivas se eligen por los votos de sus miembros. Ni el Estado ni los ciudadanos intervenimos en tales ingresos ni en tales elecciones; mal puede establecerse entonces que aquellos colegios son entidades “públicas”.
Además, no se informa a los ciudadanos de la buena o la mala gestión de tales colegios; es decir, la ciudadanía no tiene vela en sus entierros. ¿Acaso los “públicos” colegios informan públicamente de sus gastos a la ciudadanía: nunca lo hacen. Todo se reduce a los miembros del club. Para entender este silencio más claramente, pensemos en otra entidad privada: el Club Rotario. Los ciudadanos no somos “patronos” de los rotarios, y los rotarios no están obligados a informarnos de nada de lo suyo pues el Club Rotario no es una entidad pública –exactamente igual que los colegios profesionales–.
No hacen falta. Los colegios profesionales se arrogan el derecho de definir cuál persona puede ejercer su profesión. En otras palabras: un ingeniero graduado, con todos los requisitos satisfechos y después de años de estudios, solamente puede ejercer su profesión si está admitido en un club privado conocido como “colegio profesional”. ¿Por qué?
Un abogado o un economista están ya autorizados plenamente a ejercer su profesión cuando se gradúan en una universidad pública o privada: es suficiente, no necesitan más. El Estado respalda sus títulos profesionales pues ha permitido que las universidades los extiendan, pero los colegios se meten luego en lo que no les importa. Los colegios no hacen falta para que se ejerza una profesión: se lo han inventado ellos. El Estado ha cedido sus obligaciones de control a clubes privados que están exentos de responsabilidades ante los ciudadanos.
Se dice que los colegios profesionales son garantes de la “deontología” profesional; es decir, del ejercicio ético de una profesión; empero, para esto tampoco hacen falta. El desempeño indebido de una profesión es vigilado por los clientes y demandado ante los tribunales si los casos lo ameritan. Ningún colegio hace falta.
Si lo desea para sí, un colegio puede atribuirse la vigilancia del ejercicio ético de su profesión; pero no recordamos que un colegio haya expulsado a un funcionario estatal denunciado, acusado, detenido, encarcelado, enjuiciado y condenado por actos de corrupción.
Sin embargo, el médico X sí sería expulsado de su colegio porque faltó al tarifario y no cobró a un paciente menesteroso: curiosidades de la deontología tarifaria.
Dicho sea de paso, ¿por qué hay tantos sujetos que siguen ejerciendo su profesión incluso luego de salir de la cárcel, adonde fueron enviados por haber cometido actos “antideontológicos”? ¿Por qué no los expulsan sus vigilantes colegios? Más aún: ¿Por qué ningún colegio profesional publica la lista de sus integrantes sancionados o expulsados por cometer actos inmorales? Tarifarios sí, listas no.
Solo en lo suyo. No tenemos nada contra la “vigilancia” profesional de un colegio siempre que esta se limite a una función privada de un club privado. Que emitan sanciones morales, bien; mas, para vigilar y sancionar de verdad, existen el Estado y sus tribunales, que nos representan a todos. Más barata nos saldría una lista en Internet donde el Estado registrase a los profesionales verdaderos, titulados.
Si un colegio vigila, entonces, cuando se nos caiga una casa diseñada por un arquitecto, deberemos enjuiciar al colegio respectivo porque este garantizó el desempeño deontológico del arquitecto que nos diseñó mal la casa. Empero, ningún colegio profesional quiere ser corresponsable de actos “antideontológicos”. ¿Por qué? Sus directivos también deberían ir a la cárcel por avalar a un pésimo profesional.
Ignoramos por qué publica el Colegio Médico sus tarifas en el diario oficial como si fuese una ley, que todos debemos acatar. Sin embargo, no fue público el debate del tarifario, como sí es el de las leyes. ¿Hemos votado por los directivos de ese colegio para que gobiernen nuestra economía? Entonces, pues, ¿son públicos o privados los colegios profesionales?
Tampoco sabemos por qué debemos pagar a los colegios profesionales cuando contratamos servicios. Solo podemos contratar profesionales colegiados, quienes –aunque no lo quieran– pagan cuotas a su club para ejercer su trabajo. Así, los clientes pagamos a los empleados de los colegios profesionales, mas ¿por qué debemos mantenerlos? Esta cadena de pagos encarece el costo de contratar a un profesional y no nos beneficia.
Los colegios profesionales son clubes privados que se atribuyen funciones públicas; son reliquias de la Edad Media, de cuando los artesanos se agremiaban para ayudarse. Está bien que haya colegios profesionales si se limitan a ser lo que son: grupos de amigos sin injerencia pública.
Está mal que los colegios profesionales se otorguen el privilegio de autorizar el trabajo de la gente, y que se concedan la audacia de definir cuánto deben cobrar sus miembros. Cada cosa en su lugar: los colegios-clubes, a lo suyo; el Estado, a lo nuestro. ¿Qué tal una demanda ante la Sala Constitucional?
El autor es ensayista.