El título no obedece a un sentimiento de homofobia, intolerancia o discriminación, sino a una profunda decepción por la forma como tuvo que resolverse un asunto que, desde hace años, hubiera opinión consultiva o no, debió haber sido dirimido sin tanto odio ni veneno de por medio.
No sé ustedes, pero cuando me enteré de la notificación de la Corte Interamericana, me sentí como chiquito regañado. Debió venir un órgano hemisférico judicial a recordarnos la existencia de algo llamado derechos humanos que se deben respetar. El hijo rebelde se olvidó de lo firmado en 1969 y el papá mandón interviene para poner orden en la casa e instarnos a emular el ejemplo de otros hermanos que sí han sido obedientes y respetuosos con las preferencias de sus semejantes (Colombia, Argentina, Brasil, Uruguay y México).
Imagino a los jueces, con una sonrisa lastimera, redactando una opinión sobre una materia superada en más de 20 países y que aquí, entre cavernas y taparrabos, seguimos discutiendo, como si el amor fuera un bien de consumo sujeto al escrutinio y la regulación públicos. ¡Cómo nos cuesta!
Pero ¿de qué se extrañan? Si no nos ponemos de acuerdo en asuntos –pequeños y secundarios para algunos– que ni siquiera deberían ameritar tanta alharaca, mucho menos lo lograremos con los problemas de mayor envergadura que venimos arrastrando desde hace no pocos lustros.
¿Tendrán que venir la Corte-IDH, la Corte de La Haya, la ONU, la OTAN y el FBI, cual héroes de la Liga de la Justicia, a decirnos cómo debemos construir carreteras, resolver el déficit fiscal, mejorar la seguridad ciudadana, entre otros males, cuya omisión o negligencia en su abordaje también puede depararnos graves violaciones de derechos humanos?
Porque aquí, aunque ustedes no lo crean, en tiempos de la sociedad de la información, de la inteligencia artificial y de la computación cuántica, nos enfrascamos en viscerales y absurdos pleitos sobre si es legal, ético y moral que dos personas del mismo sexo puedan jurarse amor eterno. ¡Por favor!
Viva y deje vivir. Si usted no está de acuerdo, está en todo su derecho, bien por usted, felicidades, pero hágale un favor a la humanidad y permita que los demás hagan con su vida lo que deseen. A usted no le afecta en lo más mínimo. No lo están obligando a casarse con un gay para estar a la moda, ser parte de la llamada ideología de género o ir a la fuente de la Hispanidad a celebrar un fallo como si aquello fuera la clasificación al Mundial.
En resumen, si usted no es homosexual y el criterio de la Corte no le va ni le viene, pues siga adelante con su vida y, si no tiene nada bueno qué decir y lo consume, a fuego lento, la rabia, el odio y sus nefastos complejos, entonces mejor quédese callado. No seamos tan sangre de chancho como para andar juzgando a los otros solo porque no comparten nuestras creencias y conductas. Hay mucho qué hacer y no podemos desgastarnos en pleitos de nunca acabar.
Mejor vivamos y dejemos vivir. Lo digo desde una óptica humana, ajena a discursos jurídicos o religiosos. Eso se lo dejo a los expertos porque a los primeros no los entiendo y los segundos me provocan náuseas al recordar los aciagos tiempos de la cacería de brujas y la Inquisición.
Tampoco pretendo defender a la población LGTBI, pues con costos sé lo que significan todas esas siglas, y además ellos tampoco han sido unos santos querubines en la defensa de sus posiciones.
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Antivalores. Admito que mi único interés en medio de este entierro donde ni vela tengo es desvelar la hipocresía, la homofobia, el desprecio, la discriminación, el dogmatismo, el cinismo, el moralismo y otro montón de “ismos” que se esconden detrás de las manifestaciones diseminadas –sobre todo en las redes (anti) sociales– por parte de tirios y troyanos en torno a un fallo que no hace más que ampliar y reivindicar un derecho humano. Así de simple.
Que el plan de Dios es varón y mujer. Que son posiciones alejadas de los valores y concepciones de la mayoría de los habitantes de Costa Rica. Que eso va a abrir la puerta para el aborto, la marihuana, la pena de muerte, el sacrificio de animales y la extinción de los seres humanos. Ojalá fuéramos igual de creativos para tender puentes de comprensión, tolerancia y respeto mutuo.
El autor es periodista.