¡Qué difícil resulta reflexionar públicamente, en estos días, en algo más que no sea la tragedia y el escándalo nacionales por los hechos que se han hecho públicos de la presunta participación de dos expresidentes, otros altos funcionarios y empresarios importantes, en casos de soborno, tráfico de influencias y corrupción de terceros y de la moral y la confianza públicas! Y qué difícil que los lectores estén en verdadera disposición de leer sobre temas distintos al que tanto dolor nos ha provocado. Pero es indispensable hacerlo. El país no se puede detener. Mientras se siguen esos procesos, las autoridades correspondientes hacen su labor y los ciudadanos hacemos lo posible por apoyarlos, es menester cumplir las otras tareas. Valga la ocasión para felicitar a los valientes periodistas, comentaristas y autoridades judiciales por su labor.
En esta reflexión me refiero a los funcionarios públicos que ostentan cargos de primer nivel en los poderes supremos del Estado, no a los “trabajadores del Estado”.
Tolerancia rebasada. Después de 50 años de renovación de nuestro Estado y sus instituciones, de una transformación mayor de nuestra organización política, período durante el cual estas instituciones soportaron la corrupción que solía darse, como en todas las sociedades, los hechos recientes rebasan la “tolerancia institucional”.
Una moral autocomplaciente, negocios de magnitudes muy significativas, entronización de “vivazos” en el aparato estatal, con ambiciones de permanencia por vía política, codicia disfrazada bajo la coartada de “proyecto político” e hilos movidos con frialdad y astucia, llevaron a los casos recientes: lo que hemos visto refleja un “salto cualitativo” en la actuación dolosa en el ámbito público. Las consecuencias legales para cada quien hay que dejarlas para los procesos judiciales. Pero los efectos sobre la sociedad y más propiamente sobre la conducta de quienes deseen aspirar a cargos públicos de elección o nombramiento de alto nivel, debe ser motivo de discusión pública. Porque no podemos quedarnos en la denuncia y menos en el lamento. La primera es ejercida por voces valientes desde las tribunas que para ello ostentan en los medios de comunicación. Y lo segundo es reflejo entendible en la mayoría ciudadana.
Ética y motivación. Pero es indispensable, además de pensar en las reformas de las instituciones y las leyes, volver a plantear el asunto de la ética y la motivación para aspirar a cargos de elección popular. Se trata de retos “personalísimos”.
Ciertamente, son pocos los que se detienen a pensar en las graves responsabilidades que entraña aspirar a representar a otros en cualquier nivel o cargo. Una gran proporción de conciudadanos soslaya la cuestión de la preparación necesaria para el ejercicio de delicadas funciones públicas. Y si a esto se le agrega una cierta autocomplacencia también en lo ético, nos encontramos ante una explosiva mezcla para posibles desastres. Por supuesto, esto no es nuevo ni tampoco exclusivo del ámbito público. Pero esto no es razón para ser menos exigentes.
Objetividad y crudeza. Puede parecer ingenuo o utópico, pero mi llamado, a partir de lo ocurrido, es para que enfoquemos nuestras exigencias desde el momento mismo en que se inician los procesos de selección, primero con una autoevaluación objetiva y cruda, y luego con mecanismos estrictos en los partidos y en todas las organizaciones de representación.
Estas amargas experiencias podrían traer consigo algunos beneficios a largo plazo, si más y mejores ciudadanos se interesan e involucran en lo que es “de todos”, en lo que permite una mejor convivencia y que, a fin de cuentas, nos ha distinguido como país en el pasado.